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Sitio web dedicado a la preservación del hábitat del Armandopithecus mexicanus inpudicum. Reserva de la exósfera.

La moneda 

Hay al sur del Distrito Federal un complejo y por lo regular atestado crucero en el que tres avenidas no descomunalmente grandes pero sí importantes se intersecan de manera caótica. Estas tres avenidas forman varios vectores y entre dos de éstos: los formados por la avenida “Santana” y la avenida “La Virgen”; hay una pequeña iglesia que tiene la fortuna de no tener una iglesia decente en varios kilómetros a la redonda; y digo decente, por supuesto, arquitectónicamente hablando, pues decencia no es una palabra que pueda aplicarse con facilidad a una iglesia.

​Cierto domingo por la tarde, quiso la costumbre que Jesús, un niño de siete años, acudiera a misa con sus padres como todos los domingos solían hacerlo. Jesús, sabio como todos los niños, aburrido de la arenga del sacerdote y de un discurso que no entendía ni entenderá, como no lo entiende la mayoría de la gente que asiste a la iglesia todos los domingos ni, dicho sea de paso, la mayoría de la gente en sus cabales, decidió, como toda esa gente debería decidir, salir a jugar fuera de la iglesia y entretenerse con algo que tuviese más sentido, para lo cual un camellón de tres metros de largo ofrece un sinfín de posibilidades como, por ejemplo, sentarse en un tronco a contar cuántos coches verdes pasan o mirar fijamente a un par de perros que se huelen entre sí.

A falta de perros, optó por los coches, mas como todo el transporte público es entera o parcialmente verde y Jesús sólo tenía siete años, dejó de contar los verdes y enfocó su investigación a los rojos. Y en estas complejidades estaba cuando cayó en cuenta del reflejo del sol en un punto de la avenida no muy lejano a la banqueta en la que se encontraba.

Una observación más minuciosa lo llevó al descubrimiento de una moneda de 10 centavos que formaba ya parte del pavimento, e inconsciente del peligro, como inconscientes son las personas que van a la iglesia todos los domingos y uno que otro niño de siete años, buscó una rama en el suelo y se dio a la tarea de intentar sacar la moneda del pavimento.

Como suele suceder, su inconsciencia atrajo a un simplón ávido de catástrofes que, al no ocurrir en los primeros cinco minutos, despertó su curiosidad e impulso de competencia; y quiso el destino que en esta ocasión el mirón fuese un niño de ocho años de nombre Pablo.

Tan entretenido estaba Jesús en su labor que cuando decidió que esa rama era insuficiente para despegar la moneda y volteó en busca de una herramienta más eficaz, descubrió a Pablo acuclillado a su lado que, no obstante que tenía tiempo observando y sin presentación de por medio, preguntó a Jesús lo que hacía.

Y Jesús, dando por sentado que el compañero bien sabía lo que hacía o quizás sin que le interesase la profundidad sus observaciones, respondió, como cualquiera ocupado en una tarea importante: “necesitamos una rama más fuerte”, haciendo partícipe a Pablo de su empresa, cosa que aceptó gustosamente, como gustosamente hubiese aceptado cualquier niño acuclillado que observa a otro hacer algo.

Y como cualquier empresa imposible a la que se dedican los niños y alguno que otro cristiano concienzudo, como sacar una moneda del pavimento con una rama o convencer a un ateo de que Dios existe, aquello terminó en violencias.

La razón fue que Jesús, después de intentarlo un buen tiempo desistió calificando la tarea de imposible; y Pablo, como cualquiera que no inicia una empresa, se sintió defraudado por la falta de fe del institutor y decidió que habría que buscar otras formas de hacerlo sin importar lo que Jesús buscaba en un principio, como suele pasar, por cierto, a todo el que olvida que el juego servía para pasar el rato y no para conseguir realmente el objetivo, es decir, sacar la moneda… Y así, cuando Jesús quiso buscar algo más divertido qué hacer, Pablo lo jaloneó para seguir en lo mismo, y como Jesús puso resistencia, Pablo le soltó un buen golpe en la nariz.

Y al escuchar los gemidos de un niño a las puertas de la iglesia, los padres despertaron del letargo en el que las misas los suelen poner y buscaron a sus hijos a sus derechas, y viendo los padres de Pablo y Jesús que sus hijos faltaban, salieron de la iglesia no sin antes dejar que el resto de los padres cuyos hijos no se habían salido regresaran a sus letargos, pues puede pasar que atropellen a una hijo por descuido pero dejar que otros padres sepan que son malos padres eso sí no se puede permitir.

Y encontrándose ambos padres a la puerta de la iglesia y en sabiendo que un niño que llora no es un niño muerto, se sonrieron con complicidad.

Y como cualquier padre que debe dar muestras de paternidad responsable ante el cofrade religioso, el papá de Jesús: Tomás, en vez de ignorarlo como regularmente hacía, preguntó al niño la razón del llanto; aun sabiendo que es imposible obtener una respuesta coherente de niños en batalla; pero como también es imposible obtener respuestas coherentes de los sacerdotes en misa y el aíre en la calle era menos rancio, se entretuvo dando explicaciones y tratando de consolar al niño.

Y como cualquier padre considerado que sabe que su hijo nunca tiene la razón, dio la razón a Pablo e intentó convencer a Jesús de empeñarse en la empresa pues era muy posible que consiguiesen sacar la moneda.


Pero quiso la casualidad que el papá de Pablo: Agustín, también fuese un padre considerado y diera la razón a Jesús, convenciendo a su hijo de lo conveniente que era jugar otro juego, pues la moneda era imposible de sacar ya que había estado ahí desde que pusieron el pavimento. Finalmente, cuando los niños quisieron hacer las paces, las opiniones de los padres se encontraron lo que resultó en una nueva riña que terminó, no me pregunten cómo, con los padres de los niños intentando sacar la moneda del pavimento.

Y como cualquier par de hombres que se empeñan en una tarea sin lograrlo, los padres comenzaron a teorizar la incrustación de la moneda en el suelo. Y es que hay algo en la naturaleza del hombre que lo lleva a buscarse explicaciones de cualquier cosa que no pueda hacer. Y así las cosas, Tomás argüía que la moneda debía haber caído en el suelo y el paso de los coches la habían pegado; mientras que Agustín, acostumbrado a oponer argumentos, afirmaba que eso era imposible por varias razones: primero, porque la moneda se habría deformado al ser aplastada, segundo porque la naturaleza del pavimento haría imposible que una moneda se incrustara, tercero, porque el hule de las llantas amortiguaba el peso de los autos y no ejercerían suficiente presión como para que una moneda de diez centavos desplazara las moléculas del pavimento.

Pero Tomás, como cualquier hombre, no podía aceptar un argumento por más racional que fuese; eso implicaría quedar como un tonto frente a su hijo que, por cierto, había perdido interés en la moneda y cavaba con Pablo un agujero a unos metros de ahí, y tomando una perspectiva más crítica de su razón, arguyó que aceptaría esa respuesta sin pensarlo si no supiera que las autoridades encargadas de pavimentar las calles utilizaban cualquier cosa para hacerlo, y que era muy probable que una moneda se incrustara en un pavimento cuya composición es esencialmente chapopote, material terriblemente flexible y al que se encaja cualquier cosa; que bastaba con ver cómo en cualquier temporada de lluvias las calles quedaban hechas pedazos, y que si el agua de lluvia, que cualquiera puede detener con la mano, puede perforar las calles ¡Qué no haría una moneda con la presión de miles y miles de automóviles forzándola contra el suelo! Y sin darse cuenta ya habían dejado las ramas y acometían por turnos al pavimento con sus respectivas llaves; y al término de la misa, cuando las madres de los niños salieron de la iglesia, encontraron a sus maridos hincados en la acera e intentando sacar una moneda de diez centavos del arrollo.

Indignadas, y hablo de esa indignación de manos en la cintura y ojos desorbitados, se acercaron a sus maridos que aún disertaban la naturaleza del pavimento; y al grito de ¡Agustín! Ambos voltearon apenados. Y como buenos hombres que se saben en una situación oprobiosa, en vez de reírse a carcajadas de lo que hacían, comenzaron a excusarse e intentar demostrar lo lógico y conveniente de estar discutiendo necedades en la banqueta, y demostrar ante la concurrencia, que desde luego ya se había formado, pues nunca faltará público para una rencilla familiar, que no eran unos mandilones.

Y entre risas, sonrisas y siseos, Tomás y Agustín hablaban sin parar sobre los buenos ejemplos paternales y el apoyo emocional a los hijos, sin darse cuenta que sus esposas querían salir corriendo de aquella situación y no regresar a la iglesia en algunas semanas.

Y tanto duraban las escusas que una multitud se empezó a formar alrededor de los incriminados, invadiendo la avenida; y el policía de crucero, siempre atento a cualquier situación de la que pueda sacar unos pesos, como cualquier policía, apareció para ver qué ocurría; afortunadamente, el chisme y humillación de un par de maridos pudo más que la ambición, y en vez de disgregar a los curiosos el policía comenzó a desviar el tránsito, lo cual trajo más curiosos.

Y cuando el sacerdote observó que la gente se congregaba fuera de la iglesia, y con la sospecha de que ahí podría estar ocurriendo algo que le hiciera la vida menos miserable a su rebaño, interrumpió a la piadosa que en ese momento narraba la inconsciencia y maldad de sus hijos, y con una mano en la Biblia y sosteniéndose las faldas con la otra, salió a detener cualquier inmoralidad que se estuviese cometiendo.

Y no sé en qué hubiera terminado el asunto si Jesús, con la mano en la entrepierna, no hubiera urgido a su mamá para ir al baño, escusa que de inmediato aprovechó la señora para escapar con su familia; disgregando a la concurrencia y permitiendo nuevamente el paso de los autos sobre la moneda de diez centavos.​

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