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Iconoclastia mexicana II

Proemio

En días pasados tuve el infortunio de leer unas declaraciones del rector del UNAM, en tanto a que “tenemos una deuda con la historia”. Esto –y ojalá no se ofenda ninguno–, no es sino una soberana necedad. La candidez del señor Narro es de esperarse en discursos políticos, arengas eclesiásticas o en boca de un conductor de Televisa, pero no en un rector de la universidad.

¿Si yo me acercase a cualquiera de ustedes, afirmando que lancé una moneda al aire y que nunca cayó dirían que: a) nunca lancé la moneda, b) la moneda sí cayó o c) tenemos una deuda con la física?

No se puede tener deudas con la Historia, porque la Historia es sencillamente una explicación cronológica de lo que sí ocurre u ocurrió. Si existe un desfase entre la Historia y el presente, entonces la historia no es como la cuentan.

Las suposiciones de una deuda con la Historia emanan, desde luego, de la brecha existente entre la más superficial mirada a la situación nacional y este cuento de hadas que nos han venido contando, desde niños, intitulado México.

He ahí la importancia de conocer nuestra historia: para que cuando sean rectores no salgan a decir sandeces en televisión.

Preludio

Tenía planeado limitarme a tres textos para abordar la guerra de independencia; empero, la meticulosidad de mis indagaciones y mis nulas facultades para la exclusión de detalles y concreción que, entre otras cosas, me hacen inaprensible el Twitter, han resultado en un considerable incremento a lo previsto. Según parece, esto es un vicio que los mexicanos traemos de fábrica.

En la segunda y tercera partes de Iconoclastia mexicana nos adentraremos en primer año de la guerra de independencia como la conocemos. Esto, por dos razones: primero, porque en este lapso murieron casi todos nuestros idolatrados superhéroes; y segundo, porque la vastedad de sucesos acaecidos, únicamente entre 1810 y 1811, requiere de una exposición de magnitud considerablemente superior a sus posibilidades ociotemporales y, de extenderme, pocos llegarían al final.

Ahora, imbuirse en la guerra en tanto tal, con sus batallas, tomas, partes y demás, resulta soporíferamente inútil para todo aquel que no sea militar; es decir, cualquiera que esté leyendo este texto; no obstante los comerciales del Gobierno Federal. Empero, puesto que básicamente este texto versa sobre la guerra de independencia me veré forzado a ello; pero, para hacerles la lectura más amena aderezaré los hechos con un montón de cruentos detalles: descabezados, venganzas, pasiones y curiosidades; más o menos como se ve en televisión.

Sin más por el momento…

Como vimos en el texto anterior, la guerra de independencia no comienza de repente en 1810 cuando Hidalgo y compañía deciden crear un país, sino en 1808 cuando Napoleón se hace de la corona española dejando encargado a su hermano y reteniendo a Carlos IV y Fernando VII en Bayona.

Puesto que, en aquel entonces, había un sistema monárquico, al caer el rey: cae España; porque España es el rey. Se entiende, desde luego, que las colonias españolas, como la Nueva España, también se acaban y sus habitantes no supieron que hacer.
Es por esto, y no porque milagrosamente se les haya ocurrido a todos al mismo tiempo, que también Centro y Sudamérica se hicieron independientes más o menos por esas fechas.

El virrey José de Iturrigaray convoca entonces a la gente notable de la colonia para decidir qué hacer. Las opiniones se concentran, mayoritariamente, en dos posturas: la de la Real Audiencia –compuesta por españoles peninsulares: alto clero, potentados y militares– que sugiere que todo quede tal cual; y la del Ayuntamiento que propone se convoque una suerte de congreso representativo de toda la nación; esto es, criollos y peninsulares; en razón de que la soberanía es del rey porque el pueblo se la ha dado, y al no haber rey la soberanía regresa al pueblo.

La Iglesia reaccionó de inmediato. La soberanía del pueblo es una idea descomunalmente peligrosa; la gente podría empezar a pensar que es dueña de sí misma y no propiedad de Dios, que debe ser manejada al arbitrio de sus representantes en la tierra. El inquisidor Prado y Obejero declara heréticas las nociones de soberanía del pueblo:

“Sabed, que los soberanos pontífices, entre ellos Clemente XI han encargado al Santo Oficio de la Inquisición de España celar y velar sobre la fidelidad que á sus católicos monarcas deben guardar todos sus vasallos de cualquier grado y condición que sean […] Asimismo, estimulados de nuestra obligación de procurar que se solide el trono de nuestro augusto monarca Fernando VII […] declaramos que el rey recibe su potestad y autoridad de Dios, y que lo debéis creer con fe divina, lo prueban sin controversia expresísimos textos de la Escritura […] Para la más exacta observancia de estos católicos principios reproducimos la prohibición de todos y cualquiera libros y papeles, y de cualquiera doctrina que influya ó coopere de cualquier modo á la independencia, é insubordinación á las legítimas potestades, ya sea renovando la herejía manifiesta de la soberanía del pueblo, según la dogmatizó Rousseau en su Contrato Social, y la enseñaron otros filósofos, ó ya sea adoptando en parte su sistema, para sacudir bajo más blandos preceptos la obediencia a nuestros Soberanos" (Texto completo en Dávalos, Tomo I).

Lo único que consiguen conciliar estas reuniones es que el mero mero es Fernando VII. Cuando Iturrigaray lo hizo público hubo fiesta nacional. Durante tres días la gente se embriago en las calles, se asesinó, asaltó negocios, bailó, violó y celebró la fidelidad del reino a un gobernante del que nada sabían, pero del que, de alguna manera, todo el mundo consiguió un retrato con el cual adornar su sombrero.

Mientras aquí celebrábamos, en España el pueblo se levantó contra los franceses el 2 de mayo. Para encabezar la guerra contra la invasión se erigieron unos pequeños congresos locales a los que llamaron “Juntas”.

Poco tiempo después, un emisario de la Junta de Sevilla, Juan Jabat, llegó a la Nueva España para entrevistarse con Iturrigaray, y exigiendo todo el dinero que tuviera el gobierno de la nueva España –en aquel entonces doce millones– para sostener la guerra en la península.

Los notables vuelven a reunirse y las opiniones vuelven a dividirse; los peninsulares piden se reconozca la Junta de Sevilla y se le entreguen los dineros. Los criollos no aceptan la autoridad de fulano de tal que se abroga los privilegios del rey y se oponen.

El 12 de agosto de 1808, Iturrigaray publica un decreto reafirmando la fidelidad de la nación a Fernando VII, y afirmando que no reconocerá a ningún gobernante que no venga de la casa de los Borbones, ni juntas que no hayan sido autorizadas por el mismo. No obstante, entrega a Jabat dos millones para sostener la guerra.

Esta proclama enardece a los peninsulares. El 15 de septiembre de 1808, Gabriel de Yermo da un golpe de Estado. El virrey es apresado y llevado a la Inquisición; su esposa e hijos son llevados a al convento de San Fernando.

Más tarde, cuando en España pidieran una explicación por la destitución del virrey, Yermo soltaría toda la sopa: el golpe de estado había sido planeado por los oidores Guillermo Aguirre y Miguel Bataller, el inquisidor Prado y Obejero, el padre Mathías Monteagudo, Juan Jabat y el regente Pedro Catani. Muchos sabían del asunto, el arzobispo Lizana entre ellos.

Según Moreno, Yermo confió en Monteagudo, que le dijo que el virrey pretendía quemar el santuario de la Virgen de Guadalupe y le pidió su ayuda; dio el golpe previamente purgada la pena en el convento de la Merced.

La Real Audiencia nombra como virrey a Pedro Garibay, que de inmediato toma dos decisiones: la primera, mandar a apresar a los representantes del Ayuntamiento y otros criollos distinguidos. Azcárate, Talamantes y Primo de Verdad, morirían poco tiempo después en San Juan de Ulúa y las prisiones del arzobispado. Sabiéndose engañado, tras la muerte de los ilustres criollos, el 12 de noviembre Yermo escribe una carta al arzobispo:

“no puedo menos que protestar á V. A. que mi corazón se traspasaría de dolor, y de un arrepentimiento de por vida, si viese que jamás se ha hecho uso de mis relaciones para más que los fines precisos del bien del Estado y de ambas Españas” (Texto completo en García Genaro, Tomo II).

La segunda, derogar la ley de amortización de capitales piadosos: una de las reformas borbónicas que mermaba el enriquecimiento de la Iglesia Católica.

En España, tras el triunfo en la batalla de Bailén, la Junta de Aranjuez es nombrada Junta Suprema. El virrey Garibay envía ocho millones de pesos a la península. Los españoles comienzan a triunfar sobre las tropas de Napoleón dirigidas por Murat; hasta que Napoleón regresa a España y los derrota. Poco faltaba para acabarlos cuando Austria declara la Guerra a Francia y Napoleón se ve obligado a acudir.

El 22 enero de 1809, España reconoce a las colonias el derecho a tener un diputado en la junta suprema. La Real Audiencia elige a un peninsular que tenía sólo tres años de haber llegado. Esto enardece aún más los ánimos de los criollos.

Un suceso poco conocido ocurrió un par de meses después; lo refiero porque evidencia las verdaderas pretensiones de la Real Audiencia: el 13 de marzo de 1809, llegó a la Nueva España una hermana de Fernando VII: Carlota Joaquina de Borbón, pidiendo para su hijo: Pedro, el trono. Se trata de un Borbón y legítimo heredero de la corona según las leyes. La Real Audiencia oculta lo ocurrido y envía cartas a Carlota haciéndole ver que si quiere la corona tendrá que pelear por ella. Finalmente Carlota desiste y va probar suerte en Cuba.

La mano dura de Garibay en el gobierno genera un peligroso descontento entre la población. El 19 de Julio 1809 Garibay es destituido y en se nombra como nuevo virrey al arzobispo: Francisco Javier de Lizana y Beaumont.

Un bonito ejemplo de cómo los mexicanos repetimos nuestra historia se entrevé en estas líneas que, en memoria del virrey Garibay, dejó Lucas Alamán:

“como sucede á todos los que mandan en tiempos de partidos sin tener la energía y poder necesarios para dominarlos, no contentó á ninguno. Los americanos lo acusaron de no haber sido más que un instrumento de persecución puesto en manos de sus enemigos los españoles, y éstos no quedaron satisfechos del que había sido elevado al poder por su obra, porque no hizo todo lo que era necesario, en su concepto, para dar seguridad al dominio español en este país y afirmar la revolución que tuvo este objeto.” (Alamán, 1852).

La destitución de Garibay no es suficiente, los criollos enardecidos comienzan a conspirar contra la Real Audiencia –no contra España, sino contra el gobierno usurpador. Este será el “mal gobierno” del que se habla, pues hasta entonces no se pensaba en crear una nación independiente–, la más importante de ellas: la “conspiración de Valladolid”, encabezada por José Mariano Michelena y José María García Obeso, con la pretensión, según el mismo Michelena:

“que sucumbiendo España, podríamos nosotros resistir conservando este país para Fernando VII; que si por este motivo quisiesen perseguirnos, debíamos sostenernos […] En consecuencia, mandamos á diversos puntos al licenciado don José María Izazaga, á don Francisco Chávez, á don Rafael Solchaga y á mi dependiente don Lorenzo Carrillo. Yo fui á Pátzcuaro y luego á Querétaro para hablar con Allende, mi antiguo amigo, al que cité para aquel punto; como resultado de estas diligencias vinieron don Luis Correa, comisionado por Zitácuaro, y don José María Abarca, capitán de las milicias de Uruapán, por Pátzcuaro, y aunque Abasólo fue comisionado por San Miguel, no vino, pero escribió que él y Allende estaban corrientes en todo, que vendría después uno de ellos y que estaban ya seguros del buen éxito en su territorio” (Texto completo en Dávalos Tomo II y García, apéndice del Tomo I).

Según el plan, tomarían Guanajuato el 21 de diciembre, ofreciendo exención de tributos a los indios para hacerse de partidarios rápidamente. Pero uno de los conjurados: Correa, los delata a todos; fueron apresados y poco tiempo después liberados: el arzobispo no quería cometer los mismos errores que Garibay.

Las cosas se ponen cada vez peor en España, la Junta de Aranjuez es derrotada y se forma el Supremo Consejo de Regencia que, nuevamente, pide a las colonias el envío de diputados.

El 11 de mayo de 1810, el arzobispo Lizana, en ánimo conciliador, convoca a los ayuntamientos, para realizar elecciones de los mismos. ¡Craso error!, ese mismo día, la Real Audiencia lo destituye, que porque ya andaba chocheando:

“Teniendo en consideración […] que á la avanzada edad y achaques de V. E. se han acrecentado las penosas tareas que trae consigo el mando de este vasto reino: que su infatigable celo, y los incesantes desvelos que son consiguientes á quienes como V. E. han acreditado que corresponden dignamente ó la confianza soberana, que con tanto patriotismo y acierto ha desempeñado V. E. agravian más y más su delicada salud ; se ha dignado S. M. relevar á V. E. del cargo de virey de Nueva España, quedando S. M. no menos satisfecho y grato á sus buenos, útiles, importantes y señalados servicios, que al inextinguible amor que en alto grado ha manifestado constantemente á la patria y nuestro soberano, dando sin cesar testimonios heroicos de virtud y patriotismo.” (Texto completo en Zárate, 1870).

La Real Audiencia se hace del poder. Comienzan a disputárselo Pedro Catani y Guillermo Aguirre, que designan como diputados a un grupo de sacerdotes y un par de militares. Poco les duró el gusto. El 25 de Agosto de 1810, Francisco Javier de Venegas es nombrado nuevo virrey de la Nueva España, en cuya capital entraba el 13 de septiembre de 1810.

Venegas no era un noble: se trataba de un militar y tenía la facha de uno. Hombre por demás ingenioso, supo acallar a la nobleza que, al día siguiente de su llegada, clavaba en el Palacio de México el siguiente pasquín:

“Tu cara no es de excelencia
Ni tu traje de virey;
Dios ponga tiento en tus manos,
No destruyas nuestra ley.”

Y que contestó con otro fijado en el mismo sitió:

“Mi cara no es de excelencia
Ni mi traje de virey;
Pero represento al rey
Y obtengo su real potencia
Esta sencilla advertencia
Os hago por lo que importe
La ley ha de ser mi norte
Que dirija mis acciones:
¡Cuidado con las traiciones
Que se han hecho en esta corte!”

Mientras tanto, en Querétaro, se urdía una nueva conspiración. Esta vez, en casa del corregidor Miguel Domínguez y su esposa: Doña Josefa Ortiz de Domínguez, que no era ninguna corregidora por la misma razón que Martita no era –o no debía ser– presidenta. Era la esposa del corregidor, y había dedicado su vida a parir catorce hijos y a la cháchara sin sentido, oficio por el que era más que conocida entre la gente de Querétaro.

Dábanse cita en casa del corregidor: José María Sánchez y el abogado Parra, los abogados Altamirano y Laso, Francisco Araujo, Antonio Téllez, Ignacio Gutiérrez, Epigmenio y Emeterio González, el regidor Villaseñor Cervantes, el capitán Joaquín Arias, los tenientes Francisco Lanzagorta y Baca, Ignacio y Domingo Allende, Mariano Abasólo, Juan e Ignacio Aldama; el cura Miguel Hidalgo y su hermano Mariano Hidalgo, que habían sido invitados por Epigmenio González, que conspiraban para derrocar a la Real Audiencia, convencidos de que entregarían el reino a los Franceses, y para formar un congreso representativo que gobernase ínterin regresaba Fernando VII. ¡No la independencia!

Así lo narra Juan de Aldama el 21 de mayo de 1811:

“la España más perdida que ganada; que en esas circunstancias tan críticas había resuelto el gobierno de México, que todas las Tropas que estaban sobre las Armas se retirasen, que esto era decir; que se trataba de entregar el Reyno a los Franceses […] que se estableciese una junta, compuesta de un Individuo de cada Provincia de este Reyno nombrados éstos por los Cabildos o Ciudades, para que esta Junta Gobernase el Reyno, aunque el mismo Virey fuese el Presidente de ella, y de este modo conservar este Reyno para nuestro católico Monarca el Sor. Don Fernando Séptimo” (Texto completo en Dávalos tomo I).

Y lo mismo asegura Allende: que los conspiradores planeaban formar una junta representativa en Veracruz, que gobernase mientras regresaba Fernando VII. En su declaración dedica varias páginas a demostrar que los peninsulares pensaban entregar el reino a los franceses; entre sus argumentos, cita dos cartas que recibió Hidalgo del oidor Guillermo Aguirre y el Obispo de Valladolid: Manuel Abad Queipo, en la que explicaban como negociar con los franceses cuando cayera España y añade:

“Pero ni el declarante ni Hidalgo, a lo que tiene entendido, havian proyectado por si cosa alguna sino que estaban pendientes de lo que saliese del referido plan” (En García, Tomo VI).

En otras palabras, ni Hidalgo, ni Allende, ni ninguno de nuestros afamados superhéroes planearon ninguna independencia.

La cuestión es bastante sencilla… piénsese por un momento que, cansados de la mano de obra barata, y la explotación y saqueo de nuestros recursos naturales, los Estados Unidos de América deciden invadir México, ¿quién tomaría un machete para ir a pelear contra los ejércitos del yanqui invasor? ¿Carlos Slim, Enrique Peña Nieto, Emilio Azcárraga, Norberto Rivera, o algún clasemediero idealista sin nada que perder ni posibilidades de conseguir mayor cosa dada la situación económico-político-social, que se creyó que aquello de la patria, la religión, la soberanía, la justicia y demás paparruchas eran en serio?

Marx no estaba tan loco: la guerra de independencia es, a todas luces, una guerra de clases. Los peninsulares potentados buscaban mantener sus privilegios, fortunas y poder sobre los otros. Los criollos, arrobados de ideales, buscaron beneficios económicos y sociales. Y la gleba buscó venganza, sangre, cabezas gachupinas, y lo que pudiese robar (y lo obtuvo).

El conflicto estalló cuando, para variar, uno de los conjurados: el capitán Joaquín Arias, a la voz de un, dos, tres por mí y por todos mis compañeros, fue a denunciarse a sí mismo con el alcalde de Querétaro: Juan Ochoa, que, de inmediato, envió una carta al oidor Guillermo Aguirre avisándole de la conspiración. Pero Aguirre, que seguía en pleitos con Pedro Catani, decidió no decirle nada a nadie y mandó a que se espiase a los conjurados.

Al día siguiente, otro conspirador, que a la fecha no se sabe quién fue, fue a confesarse con el padre Rafael Gil de León que, en enterándose del asunto y de la participación de su amigo el corregidor, no lo creyó y fue en su búsqueda para preguntarle lo que ocurría y para delatar a Epigmenio González en cuya casa se encontraban las armas.

El corregidor, fingiéndose sorprendido, mandó por un escuadrón y salió a catear la casa de don Epigmenio González, no sin antes decirle a su esposa lo que ocurría. Josefa, harto dada al chisme, le dijo a su vecino: Ignacio Pérez, otro conjurado, que salió corriendo para San Miguel el Grande en busca de Allende.

Epigmenio González es arrestado, y mientras se le interroga, Josefa Ortiz le cuenta al capitán Arias, sin saber que él se había denunciado. Arias, denuncia al corregidor al que se le calló el teatrito por los chismes de su esposa y todos son arrestados. Josefa es trasladada al convento de Santa Clara y el corregidor al de Santa Cruz.
Se arresta a la mayoría de los conjurados; que son liberados un par de días más tarde por gracia del virrey Venegas que, por recién llegado de España, no tenía ni la menor idea de lo que aquí ocurría.

Extrañamente, tras ser liberado, Arias fue en busca de Hidalgo, se unió al ejército insurgente como capitán, y permaneció en él hasta su muerte. Ignacio Pérez encuentra a Aldama y juntos parten rumbo a Dolores para encontrarse con Hidalgo y Allende.

Si has llegado hasta este punto, lector, te resultará evidente que el inicio y causas de la Independencia no fueron como te los contaron; nos encontramos al inicio de la historia oficial y lo que sigue se pone mejor. Pero antes de comenzar, es momento de hacer una breve acotación para conocer un poco mejor a los padres de la patria.

El cura Hidalgo no era el curita de pueblo que suelen pintarnos en los cuentos. Era un vivo representante de la ilustración, entre otras cosas mucho menos elogiosas.

Miguel Antonio Ignacio Hidalgo y Costilla Gallaga Mandarte Villaseñor (así se llamaba y yo no tengo la culpa), nace en Guanajuato el 8 de mayo de 1753, hijo de españoles. Estudia con los jesuitas en el colegio de San Nicolás del que  más tarde se hará rector. Estudió francés y tenía en su haber un buen número de libros prohibidos en aquel entonces. Como rector del colegio de San Nicolás introdujo en la currícula muchos de estos libros, particularmente el Iusnaturalismo de donde surgen las tesis de soberanía del pueblo, y fueron alumnos algunos suyos importantes insurgentes como Morelos y Rayón.

Fue cura pero nunca ofició, prefirió dedicarse a su hacienda, en la que experimentaba plantando uvas, curtiendo pieles y cultivando gusanos de seda. Se le tenía por un hombre sumamente ilustrado. En lo religioso, pertenecía a la escuela jansenista lo que le valió numerosos enemigos.

El curita se pasó por el arco del triunfo el celibato y tuvo cinco hijos: Agustina, Mariano Lino, María Josefa, Micaela y Joaquín; con tres diferentes mujeres: Manuela Ramos, Bibiana Lucero y Josefa Quintanar Castañón.

Diez años antes del inicio de la guerra, en 1800, la Inquisición le tenía bajo proceso, por hablar despectivamente de la Iglesia, por mofarse de los dogmas y sacramentos, por negar virginidad de María, por libertino y proxeneta, por decir que las Sagradas Escrituras estaban todas mal entendidas y negar la legitimidad de varios de sus textos.

De calva prominente, cabellos blancos, complexión media y ojos azules, Hidalgo era un sujeto notoriamente excepcional.

De Ignacio José de Allende y Unzaga, sabemos relativamente poco: nace en 1779, en San Miguel el Grande, hijo de españoles peninsulares; su familia era extraordinariamente acomodada; fue parte del ejército realista en el que ascendió hasta Capitán del Regimiento de Dragones de la Reyna, sirviendo bajo las órdenes de Feliz María Calleja.
Se dice que era galán, buen jinete y pistolero y, según Alamán, muy dado a las mujeres, el juego y los placeres.

De los demás sabemos aún menos, Juan e Ignacio Aldama nacieron en San Miguel el Grande, eran Dragones sirviendo a las órdenes de Allende con quien tenían una profunda amistad.

Hay que aclarar también que, en aquel entonces, no existían los estados como hoy los entendemos, la Nueva España está dividida en 12 intendencias: San Luis potosí, Sonora, Durango, Guadalajara, Mérida, México, Oaxaca, Veracruz, Valladolid, Puebla, Zacatecas y Guanajuato; cada una regida por un intendente que es algo así como el gobernador. Además hay tres Provincias: Nuevo México, Nueva y Vieja California, donde no habita prácticamente nadie.

Aclarado el asunto…

Al enterarse de lo ocurrido, Allende sugiere ir en busca de los demás; Hidalgo, sin embargo, decide adelantar el movimiento, a la voz de: “lo he pensado bien, y veo que estamos perdidos y que no queda más recurso que ir a coger gachupines”; A lo que Aldama respondió: “Señor, ¿qué va usted a hacer? por el amor de Dios, vea usted lo que hace.”

Se dirigieron a la prisión y liberaron a los presos para engrosar las filas del ejército; entre tanto, los capitanes reunieron a los soldados que pudieron, y a quienes habían “apalabrado”. Se dirigieron a la iglesia cuyas campanas comenzaban a congregar a la gente –el cura Hidalgo nunca las tocó–, aprovechando que era domingo, que la gente iba a misa y “había mercado”, Hidalgo se interpuso en la entrada de la iglesia y le dijo a la gente ahí congregada que los españoles pensaban entregar el reino a los franceses, que lo siguieran en su lucha, y al que se alistase no pagaría en adelante ningún tributo, que recibirían un peso diario quienes fueran a caballo y la mitad los de a píe.

Según Allende, la gente congregada gritaba ¡Abajo el mal gobierno! Y ¡Viva Fernando VII! Muchos de ellos aún llevaban en sus sombreros los retratos del festejo antes mencionado, y eso es todo. En ninguno de los relatos históricos de los primeros cien años después de la independencia, ni en ninguna de las declaraciones de los líderes insurgentes detenidos unos meses más tarde, hay grito alguno, ni viva México, ni viva la independencia, ni estandarte de la virgen, ni campanas tocadas por Hidalgo, ni sha la la la la. Todo eso se inventó después para fomentar un irreflexivo patriotismo y generar una identidad nacional.

La gente se dirigió a las casas de los peninsulares que fueron arrestados sin resistencia alguna por no saber qué ocurría y salieron todos con dirección a San Miguel el Grande, donde se encontraba el regimiento de Dragones de Allende.

Nada hay más efectivo para atraer a un ignorante que una turbamulta iracunda; sin tener idea alguna del objetivo, la plebe se aunó al movimiento con azadones, palos y piedras. Entrando a San Miguel el Grande la muchedumbre se entregó al saqueo. Según Liceaga, Hidalgo apareció en el balcón de la casa de Landeta, incitando a la plebe al saqueo gritando: “¡Cojan hijos, que todo esto es suyo!”. Esto suscita una riña con Allende pues nada de eso estaba planeado, es entonces cuando deciden poner mandos e Hidalgo es nombrado general.

No son pocos los que afirman que ni los mismos dirigentes tenían idea de lo que hacían. El obispo de Valladolid recordaba haber visitado los campos de cultivo de gusano de seda de Hidalgo y haberle preguntado el método que seguía para ello; a lo que Hidalgo respondió que ninguno, que los dejaba hacer. Y de la misma forma empezó su revolución, se quejaba el obispo.

El ejército llegó hasta Atotonilco arrasando ciudades a su paso. Ahí tomo Hidalgo un retablo de la virgen de Guadalupe, para protegerlo del saqueo, y se lo entregó a un soldado que lo llevó al frente de la tropa; fue entonces cuando comenzaron los ¡Viva la virgen de Guadalupe!
Unos meses después, al ser inquirido “Si no conoce que fué hacer un abuso sacrílego en tomar la Santísima Virgen con el designio que deja declarado” Hidalgo declaró:

“al pasar por Atotonilco, tomó una imagen de Guadalupe en un lienzo, que puso en manos de uno, para que la llevase delante de la gente que le acompañaba, y de ahí vino que los Regimientos pasados, y los que se fueron después formando tumultuariamente, igualmente que los pelotones de la pleve que se lo reunió fueron tomando la misma imagen de Guadalupe por armas, á que al principio agregaban generalmente la del Señor Don Fernando Séptimo, y algunos también el águila de México; pero hacia estos últimos tiempos ha notado que se hacía menos uso de la imagen de Fernando Séptimo que á los principios particularmente en la gente que mandaba el llamado general Iriarte cuyo motivo ignora pues ni él, ni Allende, dieron orden ninguna sobre ese punto, ni tampoco realmente se puede hacer alto sobre él, pues al fin cuanto se hacía era arvitrario, y que la ocurrencia que tubo de tomar en Atotonilco la imagen de Guadalupe, la aprovechó por parecerle apropósito para atraer á las gentes; pero debe también advertir, que la expresada imagen de Guadalupe que al principio todos traían en los sombreros al fin eran pocos los que la usaban sin saber decir cual fué la causa” (Texto completo en José María Sandoval, 1884).

El 21 de septiembre llegan a Celaya; para entonces ya eran 20 mil. Siguiendo siempre el mismo procedimiento: liberar a los presos, apresar a los peninsulares y entregarse al saqueo. Ahí, Aldama confronta a Hidalgo por lo que ocurre, e Hidalgo le contesta que “no conoce otra forma de hacerse de partidarios” y que “si él conoce alguna que se la proponga”. El 23 toman Salamanca e Irapuato.

Hechos curiosos ocurren mientras se acercan a Guanajuato: conociendo lo ocurrido en las otras ciudades, el intendente Riaño cita a la gente de clase acomodada para decidir qué hacer; y deciden atrincherarse en la alhóndiga de Granaditas. Envía correos a Calleja y al Virrey pidiendo ayuda, y construye trincheras cerca de la alhóndiga.

Los potentados llevan sus pertenencias de valor, se trasladan también los archivos y todo el dinero de la intendencia. Riaño, los potentados y el ejército de la ciudad se agazapan en la alhóndiga y abandonan al resto de la gente a su suerte, para que se defiendan como puedan. Esto enfurece a los pobladores de la ciudad que engrosarán las filas de los insurgentes con cientos y cientos de mineros comandados por Casimiro Chovell.

El 25 de septiembre llegan los insurgentes a Guanajuato, y envían una carta a Riaño exigiendo rendición o muerte. Riaño lo pone a consulta y el capitán realista, Bernardo del Castillo, creyéndose protegido por los gruesos muros, decide no rendirse.

Recibida la respuesta, la turba insurgente cayó sobre la ciudad; liberan a los presos y comienza el ataque contra la alhóndiga que sí resiste. Es momento de la conocida historia del Pípila; un tal Mariano (nombre a discusión), minero, que con una loza en la espalda unta de aceite y brea la puerta, y la prende con un ocote.

Lo que no se cuenta es lo que ocurrió una vez caída la puerta: muerto Bernardo del Castillo, las tropas realistas se rindieron. A la turba no le importó un comino, ni nuestros héroes hicieron nada por detener la carnicería que se desató. Todos los soldados fueron acribillados; se asesinó a los potentados guarecidos en la alhóndiga y a sus familias; mujeres, niños, ancianos, sacerdotes, y demás, pedían clemencia arrodillados mientras eran destazados con machetes por la turba insurgente. Pocos sobrevivieron.

En Guanajuato son nombrados dos nuevos coroneles: José María Liceaga y José Mariano Jiménez.

Al enterarse de lo ocurrido en los pueblos de Guanajuato, y en conocimiento de la ahora más que peligrosa rivalidad entre peninsulares y criollos, desesperado, el virrey Venegas hace un llamamiento a la unidad nacional. Esta suerte de llamamientos es una constante en gobiernos usurpadores u opresores. Cuando les estallan las cosas, se fingen sorprendidos de la situación como si no fuesen los principales culpables; llaman a la razón, al diálogo y la conciliación, siempre, claro, cuando ya es demasiado tarde y en razón no de sus atormentadas consciencias sino del peligro que corren sus bienes y posiciones de poder.

Lo reproduzco in extenso para seguir evidenciando nuestros progresos como país:

“Deseoso de curar vuestros males, y de vencer todo obstáculo que se oponga á vuestra felicidad, desde mi entrada en esta capital me he ocupado constantemente en conocer vuestra situación, y mi corazón ha sido penetrado del mayor sentimiento al conocer la rivalidad, división y el espíritu de partido que reina entre vosotros.
Este mal, si por desgracia continuase, sería el principio de nuestra ruina, sería el fomento de una injusta odiosidad entre personas que deben amarse, haría del reino un teatro de crímenes y desolaciones y acabaría siendo todos víctimas de nuestra inconsideración y presa segura del tirano. Y á vista de tantas y tan fatales consecuencias ¿subsistirá la oposición entre europeos y americanos? ¿continuarán mirándose como enemigos los que tienen tantos motivos de amarse y apreciarse? ¿no somos todos vasallos de un mismo monarca, miembros de un mismo cuerpo social y parte de aquella noble y circunspecta nación española que siempre ha dado tantos ejemplos de pundonor y de generosidad, y que en el día es la única potencia europea que libre del envilecimiento y humillación en que yacen las demás ha formado la heroica resolución de resistir al tirano que todo intenta trastornarlo? Pues ¿por qué no nos amamos como hermanos? ¿por qué no reunimos nuestros esfuerzos, nuestras intenciones y nuestros deseos para destruir al enemigo de nuestra independencia y establecer en lo interior la base de nuestra felicidad?”

Acto seguido, Venegas envía a sus dos más importantes generales a acabar con la insurrección: Felix María Calleja del Rey Bruder Losada Campaño y Montero de Espinosa (es una sola persona y tampoco tengo la culpa) y Manuel de Flon y Tejada Conde de la Cadena (que seguramente tenía otros nombres).

El poder y la perspicacia, como denunciaba Carlos Fuentes, no suelen coincidir. Su respuesta es más o menos la misma desde hace siglos; y sorprende –por no decir desespera– que la gente no caiga en cuenta de ello.
A la respuesta militar, le siguen las lisonjas y concesiones al pópulo: el 5 de octubre de 1810, consciente de la rapidez con la que los insurgentes engrosan sus filas, el virrey promulga un edicto anulando los tributos que pagan los indios y castas. Esto, claro, no tiene efecto alguno, la gente común, inclusive el más obtuso, sospecha de las razones de las dádivas.

Los potentados, poseedores de los medios masivos de información –todo lo masivos que puedan ser en ese entonces– comienzan una campaña de desprestigio contra la insurgencia. Surgen un sinfín de pasquines, libelos y folletos denostando a los alzados.
Lamentablemente para ellos, la inmensa mayoría de quienes se han dedicado a hacer dinero han descuidado otras áreas y los escritos resultaron contraproducentes: pésimamente compuestos y aduciendo las razones más absurdas, los potentados demostraron su pobreza cultural a tal grado que el virrey se vio obligado a prohibirlos, así lo describe Carlos María de Bustamante:

“el mismo virey vióse forzado más de una vez á prohibir la impresión de aquellas sus miserables producciones” (Bustamante, 1828).

Lo único más previsible que la respuesta de los potentados es la de la Iglesia Católica; su reacción es –y será–  la misma per secula seculorum o hasta que desaparezca. Desafortunadamente para nosotros, se trata de una institución que se alimenta de la imbecilidad de la gente y como decía Albert Einstein: “sólo hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana”, así que tendremos Iglesia para rato.

Advierto que voy a extenderme un poquito en esto; y es que hace unos días el arzobispo primado de México reclamaba al Gobierno Federal que se le estaba negado a la Iglesia su participación en la independencia y en los festejos del bicentenario.
Creo que Norberto tiene toda la razón y con la firme intención de que se me condonen unos siglos de arder en el infierno que, dicho sea de paso, me he ganado a pulso, memoraré sus hazañas.

Ahora sí, regresando al tema… para la Iglesia era algo así como el fin del mundo: se estaban trastocando los valores fundamentales, la sociedad se había arruinado por el libertinaje, la gente se había olvidado de Dios, Hidaldo era el príncipe del averno y, muy probablemente, el esperado anticristo; los rebeldes estaban haciendo llorar al niño Dios, y todas esas cosas que dicen cuando la gente comienza a pensar y deja de obedecer. Setenta años más tarde diría un cristiano piadoso:

“Quizás en ninguna época como esa el trono y el altar se unieron más íntimamente, y nunca como entonces los santos preceptos del cristianismo, de paz, de amor, de caridad y de tolerancia fueron más olvidados y desconocidos por los mismos que tienen la misión de inculcarlos y defenderlos en la tierra” (Zárate, 1880).

El 24 de septiembre, el obispo electo de Michoacán, don Manuel Abad Queipo, excomulga a todo el mundo; califica a Hidalgo y sus compañeros de perturbadores del orden público, seductores del pueblo, sacrílegos y perjuros; declara que han incurrido en la excomunión mayor del canon: “Si quis suadente diabolo”, amenaza con la misma pena “ipso facta incurrenda” a todo el que le ayude, escriba, lea, crea, o pase por donde él pasó y exige a cualquiera que esté con él abandonarlo.

Otro tanto hace la Inquisición el 8 de octubre, reciclando la acusación de 1800 y excomulgándolo con un edicto que merece leerse:

“Negais, que Dios castiga en este mundo con penas temporales: La autenticidad de los lugares sagrados de que consta esta verdad: Habeis hablado con desprecio de los Papas, y el Gobierno de la Iglesia, como manejado por hombres ignorantes, de los quales, uno, que acaso estaría en los infiernos, estaba canonizado. Asegurais, que ningún judío, que piense con juicio, se puede convertir, pues no consta la venida del mesías, y negais la perpetua Virginidad de la Virgen MARIA: adoptais la doctrina de Lutero en orden á la divina Eucaristía, y confesion auricular, negando la autenticidad de la Epístola de San Pablo á los de Corinto, y asegurando que la doctrina del Evangelio de este Sacramento, está mal entendida, en quanto á que creemos la existencia de Jesucristo en él. Teneis por inocente, y lícita la Polución, y fornicacion como efecto necesario y consiguiente al mecanismo de la naturaleza, por cuyo error habeis sido tan libertino, que hicisteis pacto con vuestra manceba de que os buscase mugeres para fornicar, y que para lo mismo le buscariais á ella hombres, asegurandola, que no hay Infierno, ni Jesucristo; y finalmente, que sois tan sobervio, que decis, que no os habeis graduado de Doctor en esta Real Universidad por ser su claustro una quadrilla de ignorantes.”

A lo que añadía:

“y declaramos incursos en el crimen de fautoria y en las sobredichas penas á todas las personas sin excepcion, que aprueben vuestra sedicion, reciban vuestras Proclamas, mantengan vuestro trato, y correspondencia epistolar, y os presten qualquiera genero de ayuda, ó favor, y a los que no denuncien, y no obliguen a denunciar, a los que favorezcan vuestras ideas rebolucionarias, y de qualesquiera modo las promueban, y propaguen” (Texto completo en Dávalos, tomo I).

Y terminaba pidiendo que se expusiera en cada puerta de cada iglesia y que a quien lo quitase: anatema.

El 11 de octubre, el arzobispo Lizana publica el que sigue:

“Hijos míos, no os dejéis engañar: el cura Hidalgo está procesado por hereje; no busca vuestra fortuna sino la suya, como ya os tenemos dicho en la exhortación de 24 de setiembre: ahora os lisonjea con el atractivo halagüeño de que os dará la tierra; no la dará, y os quitará la fe; os impondrá tributos y servicios personales, porque de otro modo no puede subsistir en la elevación á que aspira, y derramará vuestra sangre y la de vuestros hijos para conservarla y engrandecerla, como ha practicado Buonaparte. Huid del que os enseña doctrina que reprueba con las Santas Escrituras nuestra Santa Madre la Iglesia, y que puesta en práctica, revolvería y acabaría el mundo, siendo vosotros una de las víctimas. ¡Viva la Religión, que no vive con los que enseñan y obran contra la doctrina de la Santa Madre Iglesia! ¡Viva la Virgen de Guadalupe, que no vive con el que niega que sea virgen ni con los que revuelven y amotinan los países de esta Señora! ¡Viva Fernando VII, que no vive con la independencia de sus vasallos!"

El obispo de Puebla, Manuel Ignacio González del Campillo, convocó a una junta solemne a los curas de la ciudad y los hizo firmar un documento, redactado por él mismo, en el que se obligaban a obedecer al gobierno virreinal, “a dirigir la opinión en el sentido de sumisión al rey”, “averiguando los lugares de residencia de cualquier persona que fomentase la sedición o tuviese juntas” para dar cuenta al gobierno.

El obispo de Guadalajara, Ruiz de Cabañas, lanzó excomuniones contra todo insurgente, lo miso que el obispo de Oaxaca, Antonio Bergosa, que en sus escritos llamaba a Venegas “Ángel tutelar de América”.

Para mala suerte de la Iglesia, la gente no tomó las excomuniones a bien por dos razones: primero, porque los consideraban como parte del gobierno opresor. Segundo, porque en cuanto se acercaban las huestes insurgentes, los primeros en salir huyendo y abandonar a la gente a su suerte eran los obispos.

Muestra de lo anterior es la siguiente carta de Simón de la Mora al inquisidor Prado y Obejero, del 20 de diciembre de 1810, explicándole porqué no se clavaban los edictos inquisitoriales en las iglesias:

“Se hace increible, Señor, lo inflamado que están los animos de todos los Pueblos Insurgentes. El odio y rabia Infernal que manifiestan contra los europeos no tiene termino, ni hay voces con qué explicarlo. A los PP de este colegio nos llaman Judíos Hipócritas y Hereges. Al Sto. Tribunal, que esta compuesto de Gachupines, que no hay que darle credito, que todos los Gachupines son Judios: Que las confesiones hechas con sacerdotes Gachupines son nulas: Que el Ilmo. y Dignísimo Sor. Obispo de Valladolid es Herege: Que los Edictos del Sto. Tribunal son Libelos infamatorios contra el Cura Hidalgo. Asi inflama y seduce este Herege y muchos eclesiásticos que le siguen á la miserable caterva de infelices que han arrastrado á la perdicion” (Texto completo en García, tomo IV).

Octubre - 01 - 2010

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