top of page

Sitio web dedicado a la preservación del hábitat del Armandopithecus mexicanus inpudicum. Reserva de la exósfera.

No recuerdo hace cuánto empecé a soñar. Hasta donde sé, siempre he estado en el agujero. No sé cómo fue que llegué aquí ni cuándo ni porqué, tampoco sé dónde está o dónde estoy, ni tan siquiera si soy real o si soy una absurda efigie de mí mismo atrapado en un sueño interminable.

Si tengo un nombre: no lo recuerdo; tampoco tengo una imagen muy clara de mi apariencia o de mi vida anterior, si es que la hubo. Mi saber se limita al agujero, y no estoy seguro de que se trate de uno. Me gusta pensarlo como tal porque los agujeros requieren de algo distinto a ellos para ser tenidos por tales: el agujero no puede serlo todo, debe haber, obligadamente, algo que agujere, un algo más que se interrumpa. En realidad, todo es así: la existencia requiere de límites más allá de los cuales uno deja ser y empieza otro. Sin límites, nos extenderíamos interminablemente sin llegar jamás a ser. La conciencia de nuestra existencia no es más que la conciencia de nuestros límites. Es por ello que creo que soy: porque estoy y está el agujero. Y el agujero, quiero pensar, no soy yo mismo.

A veces me da por pensar que tampoco soy tú. Temo que sólo se pueda existir para otro y para el agujero yo no existo: mis acciones no afectan al agujero. En ocasiones, el agujero cambia pero yo no influyo en ello; aunque pensar que el agujero cambia con la intensión de llevarme a la desesperación me da algún consuelo: pues sería tanto como decir que el agujero está aquí por mi causa, que sabe de mi existencia y que quizá, sólo quizá, exista una razón para mi reclusión en el agujero.

El asunto no es baladí: mi ser y mis circunstancias dependen de esta suerte de razones, ¡Vaya una pobre existencia!, Dirán los adictos a la sensación, pero cuando no se tiene más que a uno mismo, la Razón y un agujero, y uno mismo ha sido borrado de su memoria: la Razón se vuelve fundamental.
Aunque, claro, la Razón bien podría ser la causa de mis males: sin ella, no buscaría una explicación al agujero o mi estancia en él; bien podría sólo desplazarme por el agujero hasta la muerte, sin inquirir jamás en las razones de mi andar y quizá, algún día, llegar al final de este interminable pasaje. Quizá entonces me aterre salir del agujero y desande mis pasos añorando mi claustro y su oscuridad. Pensamientos vanos, sonreirán, estás condenado a pensar, y plantearte estas situaciones no es más que vanidad y atrapar vientos. Pero el hombre es incapaz de concebir la infinitud y mi perenne agujero bien podría hacerme perder la Razón algún día.

A veces creo que mi vida no es más que una lucha entre el agujero y mi Razón. Una lucha entre dos titanes igualmente poderosos en la que me encuentro inmerso por casualidad y en la que no juego papel alguno. Soy arrastrado por las corrientes, vientos, ostentaciones y alardes de mis titanes que batallan indiferentes a mí, pensándose la última realidad. Clamo entonces por la victoria de alguno de los dos. Las primeras veces que fantaseaba al respecto vitoreaba a mi Razón urgiendo a los dioses sus favores. Hoy soy indiferente al triunfo: sólo añoro el fin de la contienda sabiéndome inexorablemente arrastrado por la ruina del perdedor.

¡Pero qué descortesía! Aún no he presentado al agujero. Ocurre en el encierro que uno sólo piense en sí. Más que un agujero parece un túnel –ya he dado mis razones para tenerlo por agujero– interminable y escasamente iluminado. Mis razonamientos iniciales me llevaron a suponer, ante la ausencia de oscuridad absoluta, una fuente de luz no muy lejana; pero no, además de mí, lo único que habita el agujero es el sinsentido. No hay luz alguna al final del túnel, todo lo que hay es un conducto que se extiende infinitamente en línea recta. Debe tener unos dos metros ancho y otro tanto de alto. Con mis brazos extendidos puedo tocar el suelo y el techo o las paredes que me franquean, si me acuesto en el piso.

Aquí todo es silencio y lo único que llega a interrumpirlo soy yo mismo intentando o repitiendo algún experimento. En lo que al sonido respecta no he conseguido que el agujero me devuelva ni un eco.

El suelo es firme, liso y uniforme, ni frío ni caliente; no es incómodo para dormir pero tampoco es acogedor. Esa debe ser la característica más notoria del agujero: nada es demasiado nada. No hay frío o calor, no es húmedo ni seco; no hay ningún olor; jamás he sentido una ráfaga de viento, ni siquiera una brisa. Las paredes tienen una textura un tanto arenosa; ya he intentado surcarlas, pero no he avanzado ni tres metros cuando mis surcos se desvanecen. Todo en el agujero se desvanece, es entonces cuando pienso que trata de desesperarme. En ocasiones, aruño una pared hasta conseguir una pequeña cavidad, me siento y lo observo esperando a que se desvanezca, pero nada ocurre hasta que lo pierdo de vista.

El día que desperté en el agujero comencé a caminar a mi derecha en busca de una salida; mi derecha, desde luego, es indiferente a mi prisión. Algunas horas más tarde, sin llegar a ningún lado, viré y seguí en la dirección contraria. Seguí en esa dirección, calculo, un par de días; volví a girar y desde entonces sigo siempre en la misma dirección, aunque no podría asegurar que el agujero no me gire o se invierta a sí mismo mientras duermo.

Ha pasado mucho tiempo y no siento hambre, por lo que concluí que era un sueño o me encontraba muerto. Decidí experimentar con la primera opción y traté de despertarme por todos los medios a mi alcance. Pasé días gritándome que despertara. Traté de hacerme saber que soñaba esperando despertarme. Me aruñe, halé el cabello, mordí y arrojé contra las paredes esperando despertar, pero nada funcionó. Supuse entonces que habría muerto; al principio me sentí algo mal, pero al no recordar nada de mi vida anterior no había nada que añorase o que lamentara haber perdido. Pensé que si esa era la muerte, en realidad, no estaba tan mal; no había castigo alguno por mis muchos pecados, no había infierno ni calderas hirvientes, no había Dios ni diablo alguno; ni karma ni reencarnación; ni llanto ni crujir de dientes; no había nada excepto un túnel interminable, medianamente iluminado, extendiéndose a ambos lados.

Llegué a pensar que el vacío y la monotonía podrían ser un buen castigo, quizá yo había sido una persona verdaderamente mala cuando vivía, ¡¿Pero qué clase de castigo es éste en el que ni tan siquiera recuerdo mis faltas?! Si recordara los males que he hecho podría arrepentirme de ellos o podría sopesarlos en relación con el castigo, pero no recuerdo nada sobre mi vida antes del agujero, ¡vaya una deidad insensata! –pensé– no ha tenido ni la decencia de hacerme saber las razones de mi reclusión; o cuando menos presentarse y decirme “yo era el Dios verdadero, aquél al que no adoraste”, al menos podría orientarme un poco, quizá hasta negociar con él, hacerle entender el olvido en que nos tiene, la confusión que causa el sinfín de dioses que hemos inventado o lo absurdo de sus mandatos. Podría apelar al sufrimiento de los vivos, la injusticia o la sinrazón que gobierna el mundo. Si nada de esto funcionara podría tal vez reclamarle su negligencia o su malsano y sádico voyerismo: saberse una víctima es mejor que no saberse nada. Pero nada ocurre, ni Dios ni emisario divino ni recuerdos, sólo el interminable agujero. Quizá eso sea parte del castigo: la imposibilidad de arrepentirse.

A veces pienso que es una reclusión temporal; que, pasado cierto tiempo, aparecerá una luz en algún extremo del agujero y una melodiosa voz me anunciará la expurgación de mis faltas; que nada de lo que haga tendrá sentido alguno y sólo debo esperar. Entonces me siento en cualquier lado, escarbo una pared y cuento cuántos segundos puedo resistir sin perder el hoyo de vista antes de que desaparezca; lo repito una y otra vez, cavo del otro lado, hago comparaciones, trato de romper mis propias marcas; duermo, despierto y vuelvo a empezar. Otras veces, trato de hacer el boquete los más grande posible; en alguna ocasión cavé casi un metro hasta que, exhausto, me quedé dormido; perdí de vista el hueco y desapareció.

Pero esperar es más desesperante que ir hacia cualquier lado, aunque uno no sepa a dónde va o el camino no cambie jamás. Además, podría ocurrir que el camino sí tenga fin. Después de tanto tiempo en el agujero es razonable que aprenda a detectar pequeñas diferencias y jamás he observado una curvatura; deduzco entonces que no se trata de un círculo, una elipse o una espiral. Sé que si el trayecto es demasiado extenso no tendría por qué percibir las curvaturas, pero procuro olvidar ese detalle y camino esperanzado durante horas y horas; a veces sigo hasta que mis piernas no dan más y continúo arrastrándome, convencido de que mi esfuerzo sobrehumano podría acarrearme la conmiseración de alguna deidad o quizá del mismo agujero.

Otras veces imagino que todo es cuestión de fe, y trato de convencerme a mí mismo de que llegaré a la salida y lo creo y me esperanzo y camino confiado cantando que llegaré al final del túnel, pero todo es inútil. En algún momento recordé que la Verdad podría hacerme libre, y traté de encontrar la Verdad, pero la única verdad que pude hallar es que estaba solo en un agujero interminable y que nada de lo que hacía parecía servirme. La Verdad me era inaccesible, pero la mentira es fácil y a fuerza de repetirse termina por hacerse verdad, fue entonces cuando comencé a imaginarlos a ustedes y hablarles sobre el agujero, sobre mí y mis reflexiones; esperando que, con el tiempo, de alguna manera, me acompañen en mi travesía, y quizá, sólo quizá, conozcan sus propios agujeros y no pierdan su tiempo repitiéndome infinitamente.

El Agujero

bottom of page