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Sitio web dedicado a la preservación del hábitat del Armandopithecus mexicanus inpudicum. Reserva de la exósfera.

De cazadas, cazados y otras cuitas II

Las mujeres eran tenidas por seres inferiores en todo sentido, de ahí que no se les permitiese poseer propiedades ni manejar dinero alguno. Como hijas, pertenecían a sus padres que no tardaba en buscarles un marido que se convertía en su nuevo dueño y en caso de que ninguno de los dos pudiese ejercer su dominio sobre ella, se le asignaba un tutor, que se encargaría de vigilarla y realizar cualquier transacción monetaria que la mujer quisiese hacer:

“En definitiva, por convicción o por necesidad […] en los primeros siglos de la ciudad, las mujeres romanas tendían a respetar las normas jurídicas, lo cual las sometía, indiscutiblemente y durante toda su vida, al poder y al control de un hombre, primero al del padre, después al del marido y, en ausencia de éstos, al de un tutor” (Cantarella, 1997 p. 77)

“Hoy la tutela es una institución de guardaduría, establecida con el fin de proteger a las personas que, por carecer de la capacidad de entender y de querer, podrían ser víctimas de engaños, o realizar por inexperiencia actos que lesionen sus intereses. En Roma, sin embargo, al menos en la época arcaica, no se trataba de una institución protectora sino de poder; es decir, no servía para proteger a las personas consideradas incapaces, sino para impedir que éstas perjudicasen el patrimonio familiar” (Cantarella, 1997 p. 92)

Entendida de esta forma la mujer romana, podemos ahora adentrarnos en el matrimonio romano, y ante todo habrá que aclarar que el matrimonio romano, durante los primeros siglos, es un acuerdo entre particulares, ¿Qué significa esto? Bueno, en la actualidad cuando uno se casa acude a una institución: El registro civil o la iglesia para legitimar su unión ante dicha institución y adquirir nuevos derechos y obligaciones; en la Roma Antigua no había tales instituciones, o, más bien, ni al estado ni a las instituciones religiosas les concernían las cuestiones matrimoniales. Se trataba de acuerdos entre los dirigentes de dos familias que decidían, por motivos generalmente económicos o políticos, realizar una alianza entre ellos:

“Para entender el matrimonio romano  hay que afrontar la visión del matrimonio como acuerdo-alianza entre dos familias, concluido por razones que podían ser económicas, sociales o políticas (cuando no se daban todas ellas a la vez) y por deber cívico de organizar, en el marco de estos acuerdos, una ordenada y racional reproducción de los grupos familiares” (Cantarella, 1997 p. 159)

“El matrimonio romano empezaba con el compromiso, el cual era un acuerdo aplicable entre los jefes de las dos familias, concerniente a la futura unión de dos personas: un miembro de cada grupo. Este convenio normalmente incluía acuerdos sobre una dote (dotum) del paterfamilias de la futura novia, y un regalo de bodas (donatio propter nuptias) paterfamilias del novio, con objeto de dar una base económica a la pareja” (Brundage, 2000 p. 49)

La pareja que contraería nupcias, por cierto, nada tenía que ver en la decisión. Los novios, generalmente, no se conocían. Eran los padres quienes tomaban esta decisión, y los acuerdos matrimoniales podían hacerse inclusive antes del nacimiento de quienes contraerían nupcias. Se pactaba el matrimonio de la primera o segunda hija que naciese, lo importante era, en realidad, la cantidad que recibiría la familia tras el pacto; finalmente, la mujer se entregaba apenas llegada la pubertad, virgen, desde luego:

“Por regla general, la muchacha romana era entregada como esposa en cuanto llegaba a la pubertad. Obviamente, a un hombre elegido por el padre y al cual éste podía sustraérsela en cualquier momento, si pensaba que por razones de conveniencia familiar debía serle entregada a otro marido” (Cantarella, 1997 p. 80)

El pacto se sellaba con un anillo o pulsera en el que se grababa el nombre del próximo dueño; dicho anillo, llamado Yuggus, dejaba en claro que la mujer en cuestión estaba prometida; es decir, se encontraba en estado conyugal, esto es: “con yugo”. Ese es el origen del anillo de compromiso, y aquellas pulseras aún hoy reciben el nombre de “esclavas”.

Ahora bien, así como los germanos poseían el mundt, los romanos tenían el manus; y el manus era sencillamente el poder que el padre ostentaba sobre las mujeres de su casa. El matrimonio, por tanto, era una negociación del manus de alguna mujer: el poder sobre una mujer. La actual petición-de-mano, que hoy en día se reviste de romanticismo no es otra cosa que un resabio de esta costumbre. De la misma manera que hoy, el pater se dirigía a casa de los futuros suegros –generalmente acompañado de regalos– y con gran solemnidad realizaba una petición formal del manus de alguna mujer; se realizaban entonces las negociaciones respectivas y se signaba acuerdos.

Si bien, la ley no intervenía en los matrimonios, sí velaba por el cumplimiento de los acuerdos y pactos realizados entre familias, estableciendo multas y compensaciones por el incumplimiento de algún pacto, cosa que ocurría con frecuencia, si se presentaba un mejor postor o la oportunidad de una alianza más provechosa:

“El poder al que se sometían las esposas era llamado manus, y correspondía al marido sólo si éste era paterfamilias, es decir, si no tenía ascendientes varones vivos. Si el marido todavía era filiusfamilias (cuestión totalmente independiente de su edad, pues en Roma la patria potestas no cesaba al cumplir los hijos la mayoría de edad, sino que duraba mientras vivía el padre), la esposa era sometida a la manus del suegro. Y este poder, aunque no era ilimitado, como lo era en cambio el poder paterno, también resultaba muy gravoso y en algunos casos permitía a su titular, al igual que la potestad paterna, matar a la mujer sometida a él. La diferencia entre los dos poderes consistía sustancialmente en esto: el padre podía matar a la hija si y cuando decidiera hacerlo; el marido o el paterfamlias de éste, sólo en los casos previstos por la ley” (Cantarella, 1997 p. 80)

El matrimonio tenía entonces un carácter comercial, económico y político, y tan eso era que los esclavos, por ejemplo, al no poseer patrimonio, no tenían derecho al matrimonio. Las uniones entre esclavos no eran matrimonio sino contubernium, y no tenían ninguna legitimidad ante nadie; nada impedía al pater vender a uno de los miembros de la pareja a otra persona y deshacerla:

“No obstante, la realidad era que si bien se aduce la procreación como finalidad fundamental del matrimonio, en la mayoría de las ocasiones ésta iba unida a motivos de carácter económico, social, político… De hecho, lo que menos parecía importar era la estabilidad emocional y el amor, aunque este último podía surgir por gracias a la convivencia” (Marcos Casquero, 2006 p. 249)

“El matrimonio no se considera para el esclavo o el proletario quienes, al no tener patrimonio, se unen naturalmente pero no se casan” (Duby, 1999 p. 20)

“Una numerosísima clase de personas tenía absolutamente prohibido casarse: las uniones sexuales de los esclavos estaban definidas como contubernium, y no como matrimonio. El contubernium no estaba protegido por la ley ni creaba una relación jurídica entre las partes; por tanto, no era base para la herencia o para otras reclamaciones de propiedad; tampoco podía prohibirse a un propietario de esclavos que deshiciera esa unión, por ejemplo, vendiendo a una de las pates a otro propietario lejano” (Brundage, 2000 p. 51)

Tres son las formas por medio las cuales se puede contraer matrimonio. La primera y más antigua, es la llamada confarreatio, se trata de un rito religioso en el que los futuros esposos celebraban un sacrificio a Júpiter comiendo una torta de cereales llamada panis farreus, en presencia de un sumo sacerdote: Pontifex maximus, un sacerdote de Júpiter: Flamen Diualis, y diez testigos. El pater de la novia la “entregaba” a la nueva familia uniendo las manos derechas de los novios, rito llamado dexteratum iunctio. Se sacrificaba una oveja y se utilizaba la piel de la misma para cubrir el sitio sobre el que los nuevos esposos se sentaban. Finalmente, la pareja daba tres vueltas alrededor del altar. La novia debía, por cierto, ir cubierta con un velo, llamado flammeum.

Este es el origen de algunos ritos que solemos celebrar en nuestros días: la entrega de la novia por el padre, el velo, los cojines y el pastel de bodas.

Ahora bien, dicha ceremonia transfería el manus de la novia a una nueva familia, y eso implicaba cuando menos dos cosas: primero, el abandono de los ritos y dioses de la familia de procedencia[i] y debía adquirir los de la nueva familia. Segundo, que, con la novia, una parte del capital de la familia de la novia quedaba en manos de una nueva familia. Razón por la cual, la confarreatio quedó pronto en desuso.  Los romanos buscaban con frecuencia, primero: los matrimonios al interior de la misma familia para no perder capitales; pues una unión al interior de la familia significaba que el padre conservaba intactos sus bienes; y segundo: que los hijos no se casaran, de tal manera que no hubiese que repartir el capital entre muchas herencias tras la muerte del pater.

La confarreatio quedó pues, reservada a algunos sacerdotes y patricios importantes para quienes la incorporación de la nueva mujer a la familia implicara la adopción de sus dioses familiares.

“La confarreatio, a la vez que constituía el vínculo matrimonial, producía una transferencia de poderes personales que sometía a la esposa a la manus del marido o del paterfamlias de éste […] Pero la confarreatio cayó en desuso bien pronto” (Cantarella, 1997 p. 82)

“Confarreatio […] Mediante él la esposa rompía los vínculos religiosos con su familia biológica (mediante la denominada detestatio sacrorum) para adoptar los cultos de la familia de su marido. La única forma como la mujer podía (ya en época tardía) ser separada de la domus y del culto familiar de su marido era mediante un rito desacralizador inverso: la diffarreatio” (Marcos Casquero, 2006 p. 252)

“Reservada a los patricios, la confarreatio era un solemne rito religioso que tomaba el nombre de una tora de cereales –panis farreus– que los esposos compartían como símbolo de la futura vida en común. Más exactamente, consistía en un solemne sacrificio a Júpiter Farreo, celebrado en presencia del Pontifex Maximus, del Flamen Diualis (el sacerdote de Júpiter) y de diez testigos. Y comprendía una serie de ritos, como la dexterarum iunctio (unión de la mano derecha de los esposos) y el sacrifico de una oveja, cuya piel (pellis lanata) era utilizada para cubrir el lugar sobre el que los esposos se sentaban durante la ceremonia. Además los esposos debían dar tres vueltas rituales en torno al altar, caminando hacia la derecha (dexteratio), y la cabeza de la esposa tenía que estar cubierta por un velo rojo-anaranjado (flammeum)” (Cantarella, 1997 p. 81)

La segunda forma de matrimonio, la más empleada, era la coemptio; se trataba, sencillamente, de un matrimonio por compra; según parece, en un principio, se compraba a la mujer propiamente, más tarde, se compraba únicamente el manus. No obstante, el pater no perdía por completo el manus de la hija, y podía, de así quererlo, reclamarla a la familia a la que la había vendido para entregarla a otra persona:

“La coemptio era una aplicación de la mancipatio, el negocio utilizado en la época arcaica para adquirir las cosas de mayor importancia social, como por ejemplo, los esclavos, los animales de tiro y carga y los fundos situados en el suelo itálico. Así pues, la coemptio era probablemente, al principio, un matrimonio por compra, al cual quizá –sólo se trata de hipótesis– recurrían los plebeyos, por estarles prohibido el acceso a la confarreatio” (Cantarella, 1997 pp. 82-83)

“Coemptio […] En época arcaica se consideraba que el pater familias tenía derecho a sacar provecho de sus hijos. Por ello, podía vender a sus hijas a quien tuviera necesidad de descendencia. Con el tiempo tal venta (como dice Gayo, Inst. 1, 113) se convirtió en un acto simplemente simbólico, en el que lo que se adquiría no era tanto la mujer cuanto la potestad sobre ella, lo que, como el propio Gayo (Inst. 1, 114) reconoce, venía a la postre a ser lo mismo” (Marcos Casquero, 2006 p. 253)

Por último, el usus, que era, nuevamente, una forma de usucapión. La ley romana establecía la propiedad por el uso continuado del objeto durante dos años para los bienes inmuebles y un año para los bienes muebles; una mujer podía adquirirse por tanto, si se le utilizaba durante un año.

“Uno de los modos de adquirir la propiedad de las cosas era la usucapión, es decir, la posesión y el uso de la misma cosa, prolongado a lo largo de un tiempo. En Roma, y más en concreto la Ley de las XII Tablas, había establecido que este periodo fuese de un año para las cosas muebles y de dos años para las inmuebles. Pues bien, el usus no era sino otra forma de usucapión. Después de un año de convivencia, sin haber realizado la confarreatio ni la coemptio o sin que estas hubiesen producido sus efectos propios, por vicios de forma o de fondo, el marido (o su paterfamilias, si el marido era alien iuris) usucapía la manus sobre la esposa” (Cantarella, 1997 p. 83)

No obstante, para evitar los raptos y la evitación del pago de derechos, la ley establecía que el uso debía ser continuo, de tal suerte que si la mujer pasaba tres días fuera del lecho de quien se la había apropiado, éste último perdía su propiedad, a esta condición se le llamaba el trinoctium.

Todos los ritos matrimoniales se acompañaban de festejos: un gran banquete en casa de la novia, y una procesión con antorchas hasta la casa del novio, durante la que los invitados arrojaban nueces sobre la pareja como símbolo de fertilidad y se cantaban canciones en las que se exaltaba la virilidad del novio. Una vez en casa del novio, éste tenía que levantarla en brazos y entrar en la casa con el pie derecho por delante; esto, según Plutarco, en conmemoración del rapto de las mujeres sabinas:

“A partir del siglo II a.C. el matrimonio cum manu se hace menos frecuente. Las uniones matrimoniales se contraían cada vez con más frecuencia, sin ninguna formalidad constitutiva. Lo que no significa que el comienzo de la convivencia se realizase sin formalidades. Continuaba acompañándose de ceremonias que solemnizaban y hacían público el nacimiento de un nuevo hogar doméstico” (Cantarella, 1997 p. 109)

“La costumbre preveía que, una vez hechos los auspicios y realizados los sacrificios, fuese ofrecido un banquete en casa de la esposa; después esta era acompañada en procesión, a la luz de antorchas, hasta la casa del marido (in domum deductio) mientras los amigos del esposo entonaban canciones que exaltaban la virilidad de éste y lanzaban nueces sobre los esposos como expresión de deseo de fecundidad. Llegada a la futura casa, la esposa traspasaba el umbral en brazos del marido y ofrecía a los dioses agua y fuego” (Cantarella, 1997 p. 109)

Ahora bien, puesto que el matrimonio era un acuerdo entre particulares y ni el estado ni las instituciones religiosas estaban implicadas en el asunto, los problemas en cuestión e herencias, dotes y demás solían ser un problema. Pues no existía manera de comprobar que una pareja estaba casada. Al no haber instituciones de por medio sólo existía matrimonio en tanto existiese el llamado Affectio maritalis; y la única manera como los romanos podían saber si un matrimonio era legítimo, es decir, si existía affectio maritalis era por el honor matrimonii.

¿A qué nos referimos con esto? Algunos investigadores han sugerido que, como el nombre lo indica, la affectio maritalis significa afecto entre esposos, mientras que el honor matrimonii: es el decoro y dignidad social con el que debía tratarse a la esposa:

“Mientras existiera afecto conyugal entre las partes, estaban casadas; si faltaba el afecto conyugal, no había matrimonio. No era necesario siquiera que las partes vivieran juntas; mientras existiera afecto marital entre ellas estaban casadas. Sin importar que cohabitaran o no. La unión sexual y la consumación del matrimonio no eran más esenciales en la ley matrimonial romana de lo que el pastel de bodas es en la nuestra” (Brundage, 2000 p. 50)

“Otros juristas complementaron la definición de Modestino [226 y 244 d.e.c.]. La intención de tener hijos legítimos fue el rasgo básico de la ley matrimonial en la Roma clásica, y los juristas afirmaron que la procreación y educación de los hijos era el propósito último del matrimonio. En otros textos se aclaró que los sentimientos y las actitudes de las partes contrayentes eran elementos constitutivos importantísimos del matrimonio romano, en particular el affectio maritalis y el honor matrimonii” (Brundage, 2000 p. 49)

“honor matrimonii, el decoro con que un marido trataba a su mujer, y la dignidad social que le acordaba. Unido al honor matrimonii iba el concepto de affectio maritalis, el nexo que unía a marido y mujer, nexo que los juristas romanos consideraban que distinguía a una verdadera unión marital del concubinato y de otros tipos de cohabitación. El honor matrimonii era considerado como un signo visible y comprobable del sentimiento interno que constituía el affectio maritalis” (Brundage, 2000 p. 50)

“A ello, finalmente, se le unieron los sentimientos y las actitudes de las partes contrayentes: el honor matrimonii, que es el decoro y la dignidad social con que un marido debe tratar a su mujer, y que distingue al matrimonio verdadero del concubinato u otros tipos de cohabitaciones. Además, el affectio maritalis, que se convertía en la manifestación externa del anterior honor mediante el cariño y el amor que ambos cónyuges debían prodigarse mutuamente[ii]” (Rojas Donat, 2005 p. 48)

Pero resulta, cuando menos, difícil, suponer amor entre dos personas que o bien no se conocen o ni siquiera han nacido. Por otro lado, el término affectio, en latín, puede significar afecto, pero legalmente hablando la palabra significa “intención”, por lo que debería entenderse que el affectio maritalis es la “intención de estar casados”, como sugiere Cantarella:

“Por lo demás, affectio no significa afecto, sino actitud menta, ‘intención’; affectio societatis, por ejemplo, indica la intención de ser socios, necesaria para que entre dos o más personas existiese una relación de sociedad” (Cantarella, 1997 p. 113)

Y como define Pimentel Álvarez (2009):

“Aff- v. adf-
Adfectio, onis, f., afección, influencia, impresión//afección, modificación; disposición, estado, manera de ser//amor, afecto, inclinación, gusto
Adfectus, a, um, part. De adficio adj., provisto, dotado de // estado, disposición // afecto, sentimiento // pasión” (Pimentel Álvarez, 2009 p. 15)

Mientras que el honor matrimonii, si bien sí se trata de una dignidad social, esta dignidad no debe entenderse como en nuestros días; pues poseemos innumerables evidencias de padres y esposos asesinando a sus hijas y esposas en lugares públicos sin que a nadie le parezca ni mínimamente indigno; así como contratos de compraventa y préstamos de la esposa a un amigo. No, el honor matrimonii implicaba la asistencia a ciertas celebraciones de carácter público, como los funerales, a los que únicamente las esposas podían asistir; esas son las dignidades sociales de las que los romanos hablaban:

“De todos formas, ninguna de estas celebraciones tenían valor constitutivo. Solo se trataba de solemnidades que permitían distinguir un matrimonio de un concubinato […] Otras pruebas de la existencia del matrimonio eran, también, el que la mujer acompañase al hombre con quien convivía en determinados acontecimientos sociales, como los funerales, a los cuales sólo las esposas eran admitidas; circunstancias estas que, poniendo de relieve la dignidad social de la esposa –honor matrimonii–, también podían hacerse valer para demostrar la existencia de un vínculo matrimonial. Por tanto, el matrimonio existía cuando dos personas con capacidad matrimonial establecían una convivencia acompañada de la maritalis affectio, es decir, de la intención de ser marido y mujer” (Cantarella, 1997 p. 110)

El affectio maritalis es un concepto de lo más importante en relación con su trascendencia temporal. La intención de ser marido y mujer debía ser explícita, por lo que el consentimiento de ambas partes era necesario para realizar cualquier unión; la idea del consentimiento mutuo perdurará hasta nuestros días y será tema de discusión durante siglos. Por supuesto, hay que entender esta situación en su propio contexto; para empezar, si bien la ley establecía que para la existencia de un matrimonio era necesario el consentimiento de ambos conyugues, también establecía que era necesario el consentimiento de los respectivos paterfamilias, piénsese también por un momento, que eran estos paterfamilias quienes acordaban y negociaban los matrimonios, que lo hacen con fines político-económicos, que el amor a los hijos tal y como hoy lo conocemos aún no se había inventado, y que poseían el poder de asesinar impunemente a cualquier miembro de su familia.
Por lo demás, cualquier cosa podía ser tomada por consentimiento, Duby (1999), refiere el matrimonio de un noble con una niña de apenas tres años de edad; según consta en el acta, trajeron a la niña ante los padres que acordaban el matrimonio, la niña rió en su presencia y ese “hilarius” fue tomado por consentimiento:

“En efecto, las fuentes, a pesar de poner de manifiesto que el compromiso no podía contraerse definitivamente sin el consentimiento de los futuros esposos, resultan igualmente claras cuando señalan que no podía existir un compromiso que prescindiese de la voluntad paterna” (Cantarella, 1997 p. 112)

“Se iniciaba con el acuerdo entre los jefes de las dos familias, pero el consentimiento del novio y de la novia era requisito esencial y absolutamente necesario para que el matrimonio tuviera validez legal” (Rojas Donat, 2005 p. 48)

“El matrimonio ya era ‘libre’. Pero esta expresión (al igual que la de matrimonio ‘consensual’) no significaba que fuese libre y autónomamente decidido por los novios. El matrimonio era libre más bien en el sentido de que no requería formas constitutivas; en el sentido de que existía, como hemos dicho, cuando la convivencia entre dos personas dotadas de conubium [capacidad para contraer matrimonio:] se acompañaba la intención de los novios de ser marido y mujer […] pero junto a esta intención de los novios (indispensable, por otra parte, para la existencia del matrimonio) si estos eran alieni iuris era también necesaria otra intención. Para que existiese matrimonio en este caso hacía falta el consentimiento de los respectivos paterfamilias” (Cantarella, 1997 pp. 111-112)

El amor, los afectos o la atracción entre los cónyuges, en suma, nada tenían que ver con el matrimonio. Éste era un contrato entre particulares y, nuevamente, una forma de compraventa y renta de mujeres. Para cuestiones de amores, pasiones, enamoramientos y demás, los romanos tenían concubinas y concubinos. Personas regularmente de clases sociales inferiores con las que los romanos varones podían tener amoríos abiertamente, y que, muchas veces, incluso, vivían en la misma casa; además estaban las relaciones con mujeres y hombres que no tenían estatus de concubinas[iii], y distintos tipos de prostitución. A las mujeres, por su parte, se les obligaba, salvo en el caso de las prostitutas y meretrices, a guardar fidelidad absoluta a sus maridos, so pena de muerte, delito conocido con el nombre de stuprum:

“Nunca se consideraba la posibilidad de que pudieran atraerse mutuamente, con espontaneidad y mutua atracción. Ahora bien, hay que subrayar que tanto la mujer como el hombre podían reclamar el débito; aunque, alejados del lecho conyugal, el hombre continuaba siendo el amo de la mujer” (Flandrin, 1982 p. 159)

“La palabra stuprum en Roma no indicaba violencia sexual. Indicaba cualquier tipo de relación sexual, mantenida por una mujer fuera del matrimonio (y en consecuencia también la de una mujer soltera), con total independencia del hecho de que la mujer consintiera o no” (Cantarella, 1997 p. 78)

Cambios importantes ocurrirán con el matrimonio y la familia durante los primeros cinco siglos de nuestra era, bajo la influencia del cristianismo institucionalizado, como veremos a continuación.

Familia cristiana primitiva

Una transformación de gran magnitud ocurrirá en los primeros siglos de nuestra era, cuando el imperio romano adopte el cristianismo como religión oficial. La iglesia cristiana primitiva –la de los primeros tres siglos de nuestra era– no poseía, en realidad, un culto, ni ceremonia en particular: todo se fue construyendo con el tiempo. Puesto que en los primeros siglos existieron muchos cristianismos, también existieron muchos ritos matrimoniales y estructuras familiares: los cristianos hebreos tuvieron familias y ritos hebreos, los cristianos romanos: familias y ritos romanos, los cristianos griegos: familias y ritos griegos, etcétera.

Hasta este momento, el Estado se había mantenido relativamente al margen de la institución matrimonial; lo mismo ocurría con los cultos religiosos: más allá de bendiciones y ceremonias en los templos para pactar alianzas y protectorados con los dioses, las instituciones religiosas no legitimaban ni tenían mayor injerencia en el matrimonio; ni siquiera poseían un código de conducta moral específico para con el matrimonio, por lo que no aleccionaban moralmente de forma alguna a los cónyuges.

El cristianismo, por su parte, tampoco tenía mucho que decir al respecto. Si se observan detenidamente las enseñanzas de Jesús, contenidas en los cuatro evangelios canónicos al respecto, no se encontrará prácticamente nada en relación con el matrimonio[iv]. En el Evangelio de Marcos se narra cómo se acercaron a Jesús unos fariseos:

“Que, para ponerle a prueba, preguntaban ‘¿Puede el marido repudiar a la mujer?’ Él les respondió: ‘¿Qué os prescribió Moisés?’ Ellos le dijeron: ‘Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla.’ Jesús les dijo: ‘teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, Él los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre.’ Y ya en casa, los discípulos le volvían a preguntar sobre esto. El les dijo: ‘Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio’” (Marcos 10; 1-12 en EBJ, 1998 pp. 1483-1484).

Parecería que ya desde entonces la doctrina cristiana sobre el matrimonio comenzaba a establecerse. El problema es que todo el evangelio de Marcos después del capítulo 8 es un añadido posterior: no aparece en los textos de los primeros 600 años d.e.c., ni el Codex Alexandrinus, ni el Codex Sinaiticus, ni el Codex Vaticanus, por lo que se trata, evidentemente, de una falsificación, que queda bastante clara si tan sólo se piensa que en aquel entonces no había actas de divorcio, ni la mujer podía pedirlo, de ninguna manera.

Pero el texto, casi idéntico, se encuentra también en Mateo 19; 1-9. Salvo porque en esa ocasión, dice Jesús que no se puede repudiar a la esposa a no ser por fornicación:

“Y sucedió que, cuando acabó Jesús estos discursos, partió de Galilea y fue a la región de Judea, al otro lado del Jordán. Le siguió mucha gente, y los curó allí. Y se le acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, le dijeron: ‘¿Puede uno repudiar a su mujer por un motivo cualquiera?’ El respondió: ‘¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre.’ Dícenle: ‘Pues ¿por qué Moisés prescribió dar acta de divorcio y repudiarla?’ Díceles: ‘Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así. Ahora bien, os digo que quien repudie a su mujer –no por fornicación– y se case con otra, comete adulterio.’” (Mateo 18; 1-9 en EBJ, 1998 p. 1451)

Según la Escuela Bíblica de Jerusalén es poco probable que a los otros evangelistas se les haya olvidado poner esta cláusula de exclusión –como sí se les olvidó la infancia de Jesús y su nacimiento de una virgen–, por lo que debe ser un añadido posterior, en particular porque responde a una problemática rabínica[v]:

“es poco verosímil que los tres[vi] hayan suprimido una cláusula restrictiva de Jesús, y más probable, en cambio, que uno de los últimos redactores del primer evangelio la haya añadido para responder a una determinada problemática rabínica (discusión entre Hillel y Sammai sobre los motivos del divorcio) por lo demás evocada por el contexto” (EBJ, 1998 p. 1452).

En Lucas, por otro lado, no está narrada la historia, sólo hay una cláusula que dice:

“‘Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con una repudiada por su marido, comete adulterio.’” (Juan 16; 18 en EBJ, 1998 p. 1522)

Esto es todo lo que Jesús dirá sobre el matrimonio según los evangelistas o, más precisamente, sus copistas y tergiversadores. El que sí se extiende al respecto es, para variar, Pablo. Será por vía de Pablo que comience a elucubrarse la doctrina cristiana sobre el matrimonio. Todo el capítulo 7 de la primera a Corintios versa sobre el matrimonio. Es claro en Pablo su convencimiento de la proximidad del fin del mundo, de ahí que recomiende a todos mantenerse tal y como están. Por otro lado, son claras las inclinaciones estoicas de Pablo y no puede entenderse a Pablo sin entenderse el estoicismo que, a grandes rasgos, fue una corriente filosófica centrada en el dominio de sí mismo ante las tribulaciones y placeres de la vida.

De hecho, toda la moral cristiana en estos asuntos procede del estoicismo romano, particularmente en lo que los placeres atañe. Los estoicos hablan de la libertad en función de la no dependencia de nada: no es libre quien depende de los placeres pues es un esclavo de los mismos[vii]. Los cristianos primitivos, ciertamente más ignorantes, malinterpretaron estas corrientes y su interpretación resultó, por un lado, en un rechazo acérrimo contra los placeres, particularmente los eróticos y, por el otro, en una exaltación de la castidad:

“El otro lado de este omnipresente desprecio al sexo es la veneración (pero no siempre la práctica) de la castidad. La exaltación de la abstinencia sexual implica un rechazo y una desaprobación del sexo por placer, del sexo por recreación y, ante todo, de la promiscuidad […] en ello se halla una implícita creencia de que la virtud exige el dominio de sí mismo, y dominio de sí mismo significa rechazo del placer: todo lo que hace sentir bien: probablemente está mal” (Brundage, 2000 p. 26)

Por lo que, desde un principio, fueron notorias tres corrientes: la primera, conocida como la corriente ascética, encontraba el matrimonio como un asunto de la carne y sugería que era una cosa mundana y reprobable. Esta es la corriente más numerosa entre los padres de la iglesia, entre los que constantemente encontramos referencias a lo negativo que es amar a la esposa; es famosa la frase de San Jerónimo “Adúltero es también el que ama con demasiada pasión a su mujer”, la frase, por cierto, es del filósofo estoico Séneca:

“Pero aún hay más: cuando aparecía la noción de amor en aquellas polémicas, siempre tenía unas connotaciones de reprobación: ‘Adultero es también el que ama con demasiada pasión a su mujer, había escrito san Jerónimo. En realidad, respecto a la esposa ajena, cualquier amor es pecaminoso; respecto a la propia, el amor excesivo. El hombre juicioso debe amar con ponderación a su mujer, no con pasión, de modo que domine los impulsos de la concupiscencia y no se deje arrastrar precipitadamente al acto sexual. Nada hay más infame que amar a una esposa como a una amante… Que no se presenten ante sus esposas como amantes, sino como maridos’ (San Jerónimo contre Jovinien, I, 49 en Flandrin, 1982 pp. 164-165)

Por supuesto, hubo corrientes cristianas totalmente contrarias, Joviniano, por ejemplo, que sostenía que los placeres, en tanto dones divinos, tenían que ser buenos; o el famoso nicolaismo cuyos líderes Carpócrates y Basílides, sostenían:

“que el cristianismo implicaba el amor libre y la total falta de moderación sexual y predicaban una doctrina que incluía compartir todos los recursos, incluyendo los favores sexuales, entre los fieles” (Citados por Brundage, 2000 p. 80)

“El nicolaísmo, es decir, las malas costumbres, la afición a los placeres del mundo, y ante todo, evidentemente, la afición por las mujeres” (Duby, 1999 p. 7)

Pero la corriente que triunfó, es decir, la que terminó coligándose con el poder en roma e imponiendo su perspectiva, fue una corriente intermedia, representada, mejor que nadie, por San Agustín, que veía en el matrimonio un bien siempre y cuando se utilizase únicamente con la finalidad de reproducción: el placer era necesariamente malo pero un mal necesario para la perpetuación de la especie humana:

“Tres pautas importantes de la doctrina sexual subyacen tras las diversas creencias acerca de la moral sexual que han tenido curso en la cristiandad occidental desde el periodo patrístico. Una de ellas se centró en la función reproductora del sexo y estableció la naturaleza y lo natural como la norma de lo que sería lícito; la segunda enfocó el concepto de que el sexo era algo impuro, fuente de vergüenza y deshonra; la tercera subrayó las relaciones sexuales como fuente de intimidad, como símbolo y expresión del amor conyugal” (Brundage, 2000 p. 24)

“Toda actividad sexual fuera del matrimonio tiene, necesariamente, una finalidad diferente a la de la procreación y, por ello, constituye un pecado. De ahí que toda relación sexual fuera del matrimonio no sea permitida” (Flandrin, 1982 p. 154)

“Agustín desplaza el límite entre el mal y el bien: no separa ya a los cónyuges de los continentes, sino a los fornicadores de los cónyuges. Hay bien en el matrimonio. El matrimonio es bueno, ante todo porque hace que se multipliquen los hombres y así permite que se repueble el Paraíso, reemplazando por elegidos lo ángeles caídos; es bueno, sobre todo porque es el medio de refrenar la sensualidad, es decir, a la mujer. En el paraíso, según escribe, el mal vino de que el deseo penetró ‘esa parte del alma que hubiera debido estar sometida a la razón como la mujer a su marido’. Por el matrimonio puede restablecerse la jerarquía primitiva, la dominación de la carne por el espíritu. A condición, por supuesto, de que el esposo no tenga la debilidad de Adán y que reine sobre su esposa.” (Duby, 1999 p. 27)

Una moral basada en el rechazo a los placeres y la actividad sexual reproductiva como la única forma válida de ejercer la sexualidad caracterizarán, en lo sucesivo, al cristianismo. Sus disparates no habrían sido mayormente lesivos de no ser por su simbiosis con el imperio romano. Con el tiempo, las autoridades cristianas comenzaron a acceder a puestos de poder, a administrar cuantiosos recursos y, más tarde, a imponer sus insensateces como leyes:

“Los Obispos cristianos pasaron a ser funcionarios públicos, administradores de bienes considerables y detetadores de un creciente poder político. La Iglesia pronto se adaptó a las pautas del gobierno civil. La estructura organizativa del estado de Constantino, con sus prefecturas, diócesis y provincias, aportó un marco que la iglesia adoptó para su propia administración. Los obispos se vieron investidos con autoridad judicial, y el gobierno puso en vigor sus decisiones como las de los jueces civiles.” (Brundage, 2000 p. 96)

Como dije, en un principio, los cristianos no poseían ritos propios en lo que al matrimonio respecta:

“La Iglesia primitiva no prescribía ritos matrimoniales específicamente cristianos para los creyentes, sino que, antes bien, aceptaba y adoptaba las formas de matrimonio y noviazgo que ya existían en el mundo romano” (Brundage, 2000 p. 82)

Pero más tarde, inspirados por la filosofía de San Agustín, los cristianos encontraron en el matrimonio la única justificación para el ejercicio del erotismo; por lo que, a partir de este momento, comenzarán una lucha por inmiscuirse y regular los asuntos matrimoniales y sexuales de la población:

“Por otra parte [...] la unión sexual no era legítima, ni siquiera en el matrimonio, a no ser que se encaminase a buen fin; es decir, a hacer hijos o a dar al cónyuge lo que se le había prometido mediante el contrato matrimonial. A estas dos buenas razones de acceder a la relación sexual con el marido o la esposa, los teólogos, a partir del siglo XIII, añadieron una tercera, en verdad menos loable: la intención de luchar contra un deseo pecaminoso. [...] De este modo, el matrimonio era considerado como un remedio que dios ha dado al hombre para preservarlo de la impudicia” (Flandrin, 1982 p. 154)

El cristianismo institucionalizado de la alta Edad Media se caracterizará por esta lucha: la imposición de un modelo matrimonial a la población. El modelo es bastante claro: erotismo restringido al matrimonio, matrimonio monogámico e indisoluble, actividad erótica justificada únicamente con fines reproductivos y, finalmente, sumisión de la mujer a su marido[viii].

Será a través de la estipulación de leyes y su imposición violenta que, a la postre, el cristianismo haga valer su perspectiva. El primer paso fue consolidar un único cristianismo: la celebración de los primeros concilios no tuvo otro fin que este: decidir sobre la doctrina, condenar las opiniones contrarias a la doctrina oficial, y deshacerse de los seguidores de dichas opiniones. El segundo paso fue llevar, por vía de la ley, la ortodoxia a la población.

Las primeras injerencias del Estado en asuntos matrimoniales son, en realidad, un tanto anteriores al dominio eclesiástico, durante el gobierno de Augusto. El estado de guerra constante del Estado Romano resultó en un paulatino decremento de la población y, con ello, una merma en las filas del ejército, de ahí que Augusto exigiese a la población un mínimo de hijos por matrimonio. Todo hombre de entre 25 y 60 años y debía casarse y tener al menos un hijo legítimo (es decir, un hijo reconocido); mientras que toda mujer de entre 20 y 50 debía encontrarse igualmente casada y tener al menos tres hijos si eran libres y cuatro si eran libertas[ix].

Dichas legislaciones tenían un interés militar, por lo que se acompañaban de algunas leyes que restringían, por ejemplo, que sólo pudiese labrarse el nombre de un difunto en su tumba si había pertenecido al ejército.

Con el tiempo, se exigió que todo romano perteneciese al ejército por un periodo determinado –antecedente del servicio militar– y el despoblamiento de las ciudades llegó a tal grado que, las mujeres comenzaron a verse libres de padres, maridos y hasta tutores; por lo que se vieron imposibilitadas para administrar recursos. De ahí que una nueva legislación les concediera la libertad de administrar recursos sin tutor de por medio, a condición de que parieran un cierto número de hijos:

“La legislación augústea (la lex lulia de maritandis ordinibus y la lex Papia Poppaea entre los años 18 a.C. y 9 p.C.) exigía a los hombres de 25 a 60 años y a las mujeres entre 20 y 50 estar casado; a los hombres, tener al menos un hijo legítimo; y a las mujeres, (tres si eran libres) y cuatro (si eran libertas). En caso de incumplimiento se les prohibía, entre otras cosas, la facultad de percibir herencias. Las leyes de Augusto ofrecieron a la mujer muchas posibilidades de liberarse de la sujeción de los tutores masculinos. Así, el ius liberorum dejaba a la mujer libre de tutela, si tenía tres hijos (o cuatro, en el caso de ser liberta” (Marcos Casquero, 2006 p. 250).

Con todo, el Estado romano nunca pretendió moralizar el matrimonio ni inmiscuirse en la estructura, normatividad o comportamiento adecuado de los cónyuges o la familia, salvo por dos excepciones: la primera: controlar el estatus quo de las clases sociales, mediante la prohibición de la celebración de matrimonios entre personas de distintas clases; la segunda: regular cuestiones de poder y dominio entre el pater de la novia y el marido –o el pater del marido–, de ahí que existiesen normas que limitaban, por ejemplo, quién tenía derecho de asesinar a la mujer en caso de adulterio femenino y qué podía hacerse con el amante sorprendido. Un romano no podía matar a otro romano, sobre todo si pertenecía a una clase social más alta, pero la mujer era otra cosa, el derecho de asesinarla correspondía únicamente al dueño del manus, por lo que si con el matrimonio no se había pactado una transición del manus, el marido no podía matar a la esposa: únicamente el padre de ésta; si, por otro lado, sí se había pactado una transición del manus, el marido podía asesinar a la esposa pero sólo si era paterfamilias, en caso contrario, sólo el paterfamilias del esposo tenía derecho a hacerlo, pues la esposa de su hijo era también de su propiedad:

“Los legisladores y juristas romanos mostraron la firme resolución de emplear controles legales sobre la conducta sexual, con objeto de mantener la estructura de las clases. La ley castigaba a aquellos cuyas aventuras sexuales, a través de los límites de clase, amenazaran el orden social […] La ley sexual como medio de imponer normas éticas sólo desempeñó un papel secundario en los primeros textos jurídicos que han llegado hasta nosotros […] La conexión entre las normas religiosas y la regulación de la sexualidad también fue débil en el antiguo mundo mediterráneo.” (Brundage, 2000 p. 60)

En suma, las regulaciones legales romanas precristianas al matrimonio tenían un carácter económico y político: regulación de la propiedad y las clases sociales, pero sin intenciones moralizadoras. Mas con el advenimiento del cristianismo al poder las cosas cambiaron, y la ley comenzó a inmiscuirse en la vida matrimonial:

“La moral sexual cristiana comenzó a cobrar forma de doctrina durante los siglos IV y V; comenzó paulatinamente a transformarse en ley desde mediados del siglo VI” (Brundage, 2000 p. 22)

Puesto que el rasgo más acendrado del cristianismo fue, desde entonces, su estoicismo mal comprendido y su rechazo al erotismo, sus primeras restricciones tuvieron ese sentido: limitar las posibilidades eróticas de la población a una sola persona:

“Durante los siglos IV y V, los gobernantes cristianos del Imperio romano iniciaron una serie de cambios del derecho civil en lo tocante al matrimonio […] Un resultado de la influencia cristiana sobre la ley conyugal romana fue declarar, por primera vez en el Imperio, que la bigamia era delito” (Brundage, 2000 p. 103)

“El primer efecto directo de la influencia cristiana sobre la ley conyugal, fue declarar que la bigamia constituía un delito” (Rojas Donat, 2005 p. 49)


[i] Recuérdese que los romanos tenían por dioses a sus ancestros.

[ii] Los paralelismos entre Brundage (2000) y Rojas Donat (2005) son sospechosamente desconcertantes. Los textos son casi idénticos en numerosas ocasiones; Rojas Donat no refiere a Brundage en su artículo; empero, ambos citan como fuente la obra Medieval Households, de David Herlihy (1985), por lo que es posible que el error devenga de dicho autor.

[iii] La ley, a lo largo de la historia del imperio romano, debatió largamente sobre el asunto de las concubinas y sus derechos, particularmente, en lo que los hijos de estas respecta. La concubina, debía por supuesto, guardar fidelidad al amante; éste, desde luego, no tenía ninguna obligación para con ella.

[iv] Situación que empeora si se excluye de dichos textos, todos los fragmentos añadidos posteriormente.

[v] Una descripción extendida de dicha polémica se encuentra en Brundage, 2000 p. 72.

[vi] Marcos, Lucas y Pablo.

[vii] Así Cicerón: “Que el placer es el sumo bien. En verdad me parece que este lenguaje es propio de los animales, no de los hombres” (Cicerón, -47/2000 p. 6)

[viii] Sumisión que, desde luego, ya existía pero que será justificada en la transición al modelo cristiano por las epístolas de Pablo y la creación secundaria de la mujer.

[ix] El término Liberta refiere a la condición de una mujer que fue esclava pero por algún motivo había obtenido su libertad.

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