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Sitio web dedicado a la preservación del hábitat del Armandopithecus mexicanus inpudicum. Reserva de la exósfera.

De cazadas, cazados y otras cuitas IV

La familia natural

Los conflictos entre la Iglesia y los nobles no fueron exclusivamente de carácter sexual, en realidad, lo que disputaban con mayor frecuencia era el poder, y poder significa recursos y control sobre la población. Control que se hacía cada vez más necesario a medida que los nuevos descubrimientos tecnológicos y una naciente y prestamente floreciente clase social emergía: La burguesía: hombres cada vez más acaudalados en razón de sus actividades mercantiles y no de sus títulos nobiliarios y rentas reales, a los que, cada vez con más frecuencia, se veían obligados a recurrir los nobles para financiar sus guerras contra los ejércitos papales.

Dicho control se manifestó en la estipulación de normatividades y leyes que, ora la Iglesia ora la nobleza, estipulaban e intentaban hacer valer entre la población. Las regulaciones que, con anterioridad, intentaban afectar a la nobleza misma –haciendo válidos o inválidos sus matrimonios u obligándoles a ceder parte de su hacienda a algún hijo ilegítimo– se convirtieron en leyes para regular el comportamiento de las masas y particularmente de la floreciente burguesía. A partir del siglo XIV el monopolio eclesiástico del control del erotismo, comienza a convertirse en un duopolio eclesiástico-aristocrático, que se recrudecerá hacia el siglo XVI:

“Hasta el siglo XIV, el derecho canónico retuvo el virtual monopolio del control legal de la lujuria y de sus manifestaciones físicas” (Brundage, 2000 p. 23)

“Cuando la vida amorosa ilegítima comenzó a ser observada y controlada en una forma mucho más rigurosa[i]” (Lewinson, 1963 p. 223)

“Mauricio de Sajonia[ii] […] Escribió un libro sobre tan espinoso tema en el que llegaba a preconizar el matrimonio temporal: los matrimonios sólo deberían realizarse por y para un plazo determinado de años; si al cabo de ellos las dos partes estaban de acuerdo, podría ser prorrogado por otro nuevo periodo. Pero el matrimonio para toda la vida era, según él, algo ‘contra natura’, una mera ilusión que luego defraudaba en la realidad de cada día” (Lewinson, 1963 p. 262)

El conflicto entre ambos, como se mencionó, terminó a finales del siglo XVIII, con las revoluciones que derrocaron a las monarquías europeas o, cuando menos, limitaron su poder; revoluciones que traerían consigo el nacimiento del Estado laico.

Como es de esperarse: un cambio en quien detenta el poder trae consigo una nueva modificación del ritual y del discurso subyacente al rito. No obstante, en esta ocasión, la estructura de la familia no fue mayormente alterada. De hecho, el Estado laico dio continuidad y aún terminó por hacer valer el discurso y la estructura familiar que la Iglesia tenía siglos intentando imponer; cosa nada extraña si se piensa que se trata de una estructura que delegaba el poder del individuo en una institución reguladora:

“Durante la Edad Media, gradualmente fue tomando forma en Europa cierto carácter sexual occidental. El derecho canónico desempeñó un papel decisivo en su formación, y gran parte de las leyes medievales sobre el sexo sigue firmemente integrada en el derecho, el pensamiento y la práctica de los tiempos modernos” (Brundage, 2000 p. 21)

“Posteriormente, el Estado laico remplazó a la Iglesia para imponer su propio modelo. Por lo demás, ni las transformaciones operadas al interior de la pareja y de la familia, actualmente bien estudiadas, ni la vinculación entre el amor-pasión y el amor conyugal, ni la sustitución del matrimonio negociado por el matrimonio basado en el afecto, ni tampoco las aportaciones tendientes a limitar el peso de la ley de la indisolubilidad, ni la posibilidad –con limitaciones– abierta a los divorciados para poder contraer un nuevo matrimonio, han liberado al matrimonio de las determinaciones legales, ni lo han devuelto al dominio de lo privado. Al contrario, ha seguido siendo un acto público” (Ariès, 1982 p. 212)

En realidad, en lo que a la regulación institucional del matrimonio y la familia respecta, el nuevo Estado laico se limitó a monopolizar el papel de legitimador y regulador antiguamente en manos de la Iglesia-institución:

“el 20 de septiembre de 1792, acabó por decidir que estos matrimonios laicos, o civiles, eran los únicos que tendrían valor dentro del seno de la revolución” (Lewinson, 1963 p. 283)

El cambio no era, para efectos prácticos, mayormente importante: el matrimonio celebrado y legitimado por la Iglesia se convirtió en un matrimonio celebrado y legitimado por el Estado; lo que sí cambiará es el discurso subyacente al ritual matrimonial, esto, porque el rol de los antiguos teólogos: el de generadores de discursos, será ocupado en adelante por los filósofos[iii]. Y los filósofos de aquel entonces se aglomeraban, esencialmente, bajo una corriente de pensamiento actualmente llamada “naturalismo” que sugería, a grandes rasgos, que todo lo que existe en el mundo existe en razón de la naturaleza.

El argumento, a decir verdad, venía a contraponerse al discurso teológico de la Alta Edad Media, según el cual, las cosas eran como eran porque Dios así lo había querido. Ahora bien, durante la Edad Media, dicho discurso impedía el estudio de cualquier cosa puesto que eso sería tanto como querer averiguar las razones por las que Dios quiso que las cosas fuesen de esa manera, y, evidentemente, a Dios aquello no le agradaba en lo más mínimo, de ahí que hubiese corrido a Adán y Eva del paraíso y que hubiese castigado a la humanidad con la poliglotía cuando la torre de Babel.

El discurso naturalista, por su parte, sostenía que las cosas eran como eran porque así era su naturaleza, por ende, no había peligro alguno en investigar e indagar: las leyes de la naturaleza, es decir, las actuales leyes de la física que no son sino principios en tanto a cómo es y cómo actúa la naturaleza, o cuál es la naturaleza de los objetos.

Esto trajo, por un lado, grandes descubrimientos, conocimiento y desarrollos tecnológicos, y por otro, un estancamiento de las cuestiones sociales como el matrimonio o la familia, pues si todo era como era porque así era la naturaleza: el matrimonio y la familia eran como eran porque así lo dictaminaba la naturaleza y, por supuesto, no podían ser de otra manera. De tal suerte que la Sagrada Familia se convirtió en la Familia Natural: El padre se convirtió en el proveedor por naturaleza, la madre en una máquina de procrear hijos por naturaleza, y el hijo el resultado de una unión natural.

La mujer, por supuesto, pasó a ser un ser inferior por naturaleza, y a estar encerrada en su casa no por leyes humanas y decretos conciliares sino porque su misma naturaleza mandaba que ahí estuviera, y a estar incapacitada para cualquier actividad pública por naturaleza. Con lo que, ahora sí, podemos comprender el Discurso sobre la desigualdad entre los hombres de Rousseau (1755), y las razones por las cuales el autor imaginaba familias naturales: padre, madre e hijos, en tiempos de las cavernas.

Con todo, las estructuras familiares sí experimentaron un cambio descomunalmente importante durante los tres siglos precedentes a la modernidad: la incorporación del instinto y poco después del amor, pero de una nueva forma de amor: un amor enteramente deserotizado.

El concepto de instinto se convirtió en el discurso por excelencia para explicar el comportamiento animal y por supuesto el humano. La Naturaleza dictaba leyes a todo y el comportamiento animal no estaba exento de ellas; dichas leyes se llaman instintos y son mandatos insalvables que la Naturaleza graba con letras de oro en el alma de cada animal: si el león caza animales es porque su instinto lo lleva a hacerlo y de la misma manera, si la madre cuida de sus hijos es porque hay un instinto materno.

Extrañamente, el instinto materno de las mujeres del siglo XVIII las llevaba a abandonar a sus hijos en el hospicio. Según Lewinson, al menos una tercera parte de los niños nacidos en París fueron a dar al hospicio, y el mismo Rousseau abandonó a sus cinco hijos en uno, contra la voluntad de su mujer:

“El abandono de los recién nacidos, tanto legítimos como ilegítimos, en el hospicio, había tomado unas proporciones verdaderamente alarmantes en la Francia del siglo XVIII. Según Buffon, entre 1745 y 1766, el número anual de niños echados al torno del hospicio de París había subido desde 3.233 a 5.604. En 1772, nacieron en París 18.713 criaturas, de las cuales 7.676 fueron a parar a los hospicios” (Lewinson, 1963 p. 282)

Por lo que el Estado se verá obligado a echarle una mano a la naturaleza para poner las cosas según lo establecido.
Durante el siglo XVIII, se estipularán y harán valer un gran número de disposiciones legales en torno a la familia y el matrimonio. El ideal será más o menos el mismo que el estipulado por la Iglesia: matrimonio monógamo, prohibición de la bigamia, prohibición del incesto[iv], erotismo ya no limitado pero si naturalmente encausado a la reproducción, por lo que toda práctica erótica sin fines reproductivos será condenada como antinatural:

“La moral –o la inmoralidad– del mundo galante es típicamente una moral de clases. La clase dominante nunca dejó que su propia moral fuese compartida por las clases inferiores, puesto que ello hubiera sido tanto como repartir con ellos sus propias prebendas, ventajas y privilegios. Antes bien, se esfuerza por encerrar a las clases inferiores dentro de un austero marco moral de normas estrechas e inflexibles. En el siglo XVIII se publicaron tantas leyes y decretos tendientes a la represión de vicios, de la desvergüenza y del desorden en la vida familiar, que su enumeración sería harto prolija. Pero lo cierto es que ninguna de estas disposiciones oficiales atañía –o parecía atañer, al menos– a las clases más altas, a la aristocracia” (Lewinson, 1963 p. 272)

El siglo XVIII dará al matrimonio dos de sus últimos retoques: la volición personal y la incorporación del amor entre esposos, mas no ya un amor erótico como ocurría a finales de la Edad Media, sino un amor deserotizado, un amor como lo conocemos ahora: puramente afectivo, un amor romántico, y será precisamente Romanticismo, como se conozca esta época. Esto será posible únicamente, tras el desarrollo del concepto de individuo.

El modelo político que la revolución pretende imponer se sustenta bajo la noción de individuo: el individuo es dueño de sí y por ende no puede ser propiedad de la Iglesia o la Nobleza; tiene derecho a elegir cómo quiere vivir y quién será su gobernante, por lo que aparecen las cámaras y los diputados, y la representación popular. Por supuesto, todo individuo, en tanto dueño de sí, tiene derecho a elegir, sin intervención del padre, a su pareja; y, por primera vez, hace sólo doscientos años, el matrimonio se convierte en una verdadera elección personal; y la atracción física y los afectos se imbrican en el matrimonio y en la formación de una familia.

Nace entonces una nueva familia, una familia unida por lazos emocionales y no puramente económicos o políticos, nacen nuestras familias actuales, con la misma estructura que en el siglo XVII: padre proveedor y autoridad incuestionable, madre paridora y guarda del hogar, e hijos a los que la familia deberá educar:

“Pero las cosas cambiaron a partir del siglo XVIII. Desde entonces, la sociedad tiende a acercar las dos formas de amor tradicionalmente opuestas. Es así como, poco a poco, se va construyendo un ideal de matrimonio en Occidente, que impone a los esposos la necesidad de amarse, o de simularlo al menos, como amantes. El erotismo extraconyugal entró en el matrimonio desplazando la reserva tradicional en beneficio de lo patético y poniendo a prueba su duración […] No hay más que un solo amor, el amor-pasión, el amor fuertemente erotizado, y las antiguas características originarias del amor conyugal, tal como las acabamos de ver, son abolidas o consideradas obstáculos residuales que dificultan el triunfo del amor; del único amor, de la única sexualidad” (Ariès, 1982 p. 187)

“Además, una importante novedad se hace presente entonces: la conciencia de que el grupo familiar se halla unido por nexos emocionales. Según David Herlihy, tres fueron las características que darán forma a la familia occidental: 1. La simetría, esto es, que su centro es la unidad de la familia nuclear (padre-madre-hijos); 2. Su misma estructura, que ahora se identificará con el linaje paterno; 3. El factor emocional (amor) que une a todos sus miembros” (Rojas Donat, 2005 p. 53)

Y con la nueva familia nace un nuevo tipo de mujer; se trata de una mujer, naturalmente, inferior en todos sentidos. Sigue siendo su obligación natural estar recluida en su hogar, pero ocurre un cambio significativo: a la par del amor: la mujer se deserotiza. A finales del siglo XVIII comienza a construirse un nuevo modelo de mujer. Dejará de ser aquel monstruo lascivo e insaciable al que hay que domesticar y se convertirá una frágil e inocente criatura, cuya naturaleza incita al pudor y que si se entrega al erotismo es por haber caído en as redes de algún perverso seductor y no por su lúbrica naturaleza:

“El hombre que creó este nuevo género de novela, en el que la mujer es la víctima y no la seductora, fue un sacerdote católico: el ‘abate’ Prévost d’Exiles. Cuando publicó en 1731 la Historia del caballero Des Grieux y de Manon Lescaut” (Lewinson, 1963 p. 274)

Más ¿Cómo defender a esta pobre criatura ingenua e indefensa de las asechanzas de los seductores, de los donjuanes y Ruthvens? La respuesta es evidente: hay que encerrarlas en sus casas y ponerlas bajo la protección de un macho protector. Sutiles cambios del discurso: la mujer encerrada en su casa por esclavitud se convierte en la mujer encerrada en su casa para refrenar su intrínseca lascivia; luego pasa a ser la mujer encerrada en su casa por designio de la naturaleza ante su debilidad física y se convierte ahora en la mujer encerrada en su casa para resguardarla de los peligros de la lujuria de los hombres seductores. Siempre la misma solución, pero el discurso subyacente se transforma:

“Mas al llegar a este punto, los espíritus y las ideas se separaron. Los puritanos ingleses no tenían más que un método qué ofrecer, pero este era inflexible: la esposa debe permanecer en el hogar, totalmente sometida a la voluntad del marido. La hija debe estar también en la casa siempre y a toda hora, pegada a la falda de la madre, sometida a la disciplina del padre, esperando a que éste, con su superior criterio, le busque y proporcione el esposo más conveniente” (Lewinson, 1963 p. 275)

La Iglesia, por su parte, no permanecerá al margen de la situación; salvo en casos extremos el matrimonio eclesiástico no se abole, y sigue siendo la guía moral de la población, dueña absoluta de la educación de aquel entonces y hasta el siglo XIX cuando el Estado se abrogue esa responsabilidad; en lo discursivo no tuvo mayores problemas: pronto se adaptó a los nuevos discursos que sostenían lo que la Iglesia ya había propuesto, sólo adoptó la Naturaleza como concepto; cosa nada difícil pues en el nuevo discurso únicamente se sustituyó “Dios” por “Naturaleza”. De hecho, ya lo habían empleado, Fray Luis de León, por citar alguno, sugiere en su Manual de la perfecta casada:

“La mujer que, por ser de natural flaco y frío, es inclinada al sosiego y a la escases, y es buena para guardar, por la misma causa no es buena para el sudor y trabajo del adquirir. Y así la naturaleza, en todo proveída, los ayuntó para que, prestando cada uno dellos al otro su condición, se conservasen juntos lo s que no se pudieran conservar apartados” (Fray Luis de León, 1583 p. 16)

Sólo modificó escuetamente su discurso: las relaciones sexuales sólo son válidas en el matrimonio, su fin natural es la reproducción y los hombres pecan cuando contravienen los designios de la naturaleza, pues así lo dispuso Dios, y los esposos no pecan cuando se unen carnalmente, siempre y cuando no hagan nada por impedir el fin natural del erotismo:

“Habrá que esperar hasta Tomás Sánchez, entre los siglos XVI y XVII, para oír otro tipo de discurso y descubrir una nueva problemática. Los esposos que, según él, sin otra intención particular no buscan sino ‘unirse entre esposos’ no pecan. A condición, por supuesto de que no hagan nada para impedir la procreación, que sigue siendo el fin primordial del actos sexual” (Flandrin, 1982 p. 155)

Sus conflictos fueron de otro orden, su obsesión por el matrimonio indisoluble, su prohibición de los segundos matrimonios, y por supuesto su perorata constante en tanto a su autoridad única para con el control y pastoreo de las almas, es decir, conservar sus rentas por su participación en todos los ritos de la sociedad.
Lanzarán excomuniones a diestra y siniestra, mientras el estado les va quitando el control sobre el matrimonio, el registro de nacimientos, el control de las defunciones, la educación, la salud y, más importante aún, la punición y el derecho. Poco importan ahora sus excomuniones pues ya no implican ni la pérdida de las propiedades o la vida; el castigo se hace simbólico y eso no es jamás suficiente para controlar a una sociedad, que pronto se entrega al desenfreno y la concupiscencia.

Y así llegaremos a una nueva etapa en el desarrollo de la familia y el matrimonio: la de nuestros abuelos y muchos de nuestros padres, que comienza en el siglo XIX y termina en la segunda mitad del siglo XX, los cambios serán mínimos, pero habrá que mencionarlos.

La Familia Nuclear

Durante el siglo XIX y hasta la segunda mitad del siglo XX la sociedad experimentará una nueva transformación. Los desarrollos tecnológicos y, particularmente, los desarrollos ideológicos darán un nuevo rostro a la humanidad, pues nacen las ciencias y con ellas los científicos.

El Estado se hará dueño absoluto de los antiguos poderes de la aristocracia y la Iglesia; y más tarde los cederá, parcialmente, al capital. El poder del Estado es mucho mayor que el detentado por las antiguas instituciones, pronto se lanza a poner orden en la sociedad y a controlar todo cuanto le sea posible. El erotismo, el matrimonio y la familia serán objeto de sus cavilaciones; la razón: el control de la población. Observar, mensurar, calcular y regular la distribución de la población se convertirá en su objetivo y la regulación del erotismo su medio.

En el plano discursivo, los científicos le arrebatarán la palabra a los filósofos, y pronto, la familia será el objeto discursivo de médicos, psicólogos, sociólogos, politólogos, economistas y demás investigadores. La transición en el poder conlleva una transformación en los rótulos y la familia natural se convertirá en la familia nuclear.

Engels, será de los primeros en dedicarse al estudio minucioso de la familia, en su famosa obra El origen de la Familia, propiedad privada y Estado, encontrándola, desde luego, como cosa de bárbaros capitalistas que convertían a las mujeres en propiedad privada. Hay que reconocerle como el primero en ver el sistema matrimonial monógamo como un sistema de esclavización o, más bien, como el primero en ver en esta esclavitud algo negativo:

“Por tanto, monogamia no aparece de ninguna manera en la historia como un acuerdo entre el hombre y la mujer, y menos aún como la forma más elevada de matrimonio. Por el contrario, entra en escena bajo la forma de esclavizamiento de un sexo por el otro” (Engels, 1884 p. 119).

Y el mismo Engels nos da un indicio de qué tan avanzada estaba la cuestión matrimonial, como un ejercicio de volición de los contrayentes:

“Los sistemas legislativos de los países civilizados modernos van reconociendo más y más, en primer lugar, que el matrimonio, para tener validez, debe ser un contrato libremente consentido por ambas partes, y en segundo lugar, que durante el periodo de convivencia matrimonial ambas partes deben tener los mismos derechos y los mismos deberes” (Engels, 1884 p. 135).

Pero el interés real de aquel entonces fue más bien lo que permitiese el control de la población, y los estudios sobre el crecimiento de la población de Thomas Malthus, serán pioneros en este campo; pero los hay de todo tipo; Monsieur Prudhomme realiza una interesante investigación sobre el matrimonio, sus resultados no dejan mucho a la imaginación: el matrimonio indisoluble es un eficiente sistema de fabricación de desgraciados:

“Monsieur Prudhomme […] miembro de las más doctas sociedades, fue un verdadero precursor de Kinsey. Allá por los años cuarenta del pasado siglo hizo él, en persona, una encuesta referida a cien matrimonios, y llegó al sorprendente resultado que ahora transcribimos: de estas 100 parejas, 48 eran francamente desgraciadas, 36 indiferentes, es decir, que vivían inmoralmente pero en paz, ya sin peleas entre ellos, y 16 tan sólo eran felices y virtuosos. Otra clasificación posterior nos hacía ver a un 51% de las parejas como ‘aventureros de ocasión’, y a un 14% como ‘aventureros’ con premeditación y alevosía si cabe la frase. Entre las parejas desgraciadas, la culpa era el hombre en un 30% de los casos; en un 12%, de la mujer. En el 15% de los matrimonios había, incluso, prostitución y proxenetismo” (Lewinson, 1963 p. 339)

Pero eso a nadie le importa: la familia es la base de la sociedad, ¿Qué familia? La familia nuclear: el padre proveedor, autoridad del hogar; la madre paridora, abnegada y entregada a sus hijos, y los hijos a los que hay que cuidar, educar y –una nueva invención– también amar. Los hijos ya no son aquellos objetos con los que padre comerciaba y negociaba alianzas políticas, tampoco se pueden vender, usufructuar o abandonar en un hospicio, ahora hay que educarlos, pues ellos serán los futuros ciudadanos y, sobre todo, amarlos como a la propia vida.

El doloroso parto ya no es, tampoco, aquel castigo divino por andar escuchando serpientes y arrastrando al marido al pecado: es la cosa más bella del mundo, el objetivo y la realización en la vida de toda mujer, su obligación y su única función.

La misión de los padres ahora es conservar y cuidar a su familia, ¿Hay un sujeto desordenado que no obedece las normas? Debe ser porque algo va mal en la familia, quizá el padre no es suficientemente autoritario, quizá la madre está usurpando la función de autoridad; ¡¿Que el niño salió afeminado?! Seguro hay una madre autoritaria y un padre ausente, se está vulnerando la correcta estructura de la familia y enfermando a los hijos.

También hay familias enfermas, se llaman familias disfuncionales, son aquellas en las que se vulnera aquel orden antiquísimo, aquella romana esclavitud que ha venido atemperándose con el tiempo, mientras otras instituciones acaparan los poderes del antiguo dueño.

Como dice Foucault, los pecados se convierten en enfermedades. Las prohibiciones medievales permanecen casi intactas, los discursos que las sustentan son los que han cambiado: relaciones incestuosas, relaciones y actividades eróticas sin fines reproductivos, mujeres con autoridad, en la calle y trabajando, bigamia, sexo extramarital, sexo prematrimonial, incremento en los divorcios, es decir, ruptura de las familias, todas ellas serán las enfermedades o agentes infecciosos del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX; el origen de todos los males de la sociedad.

No queda mucho que decir sobre esta época, son las familias de nuestros abuelos y muchos de nuestros padres, ¿Y la mujer? Más o menos en el mismo estado de velada esclavitud desde hace siglos.

Las Familias Hoy

Comencemos retomando a la Iglesia, cuyo argumento nos resultará más comprensible puesto que el modelo familiar eclesiástico sigue siendo enteramente el mismo desde el concilio de Trento, aunque el discurso subyacente sí ha cambiado: se ha adoptado un discurso al que los mismos eclesiásticos llaman “personalista” y que consiste, simplemente, en argüir que la persona es persona y no cosa, y que por tanto todo descubrimiento sobre el comportamiento animal y toda ley de la física, es decir, más o menos, todo argumento racional no puede ser aplicado al hombre; razón por la cual la Iglesia puede seguir sosteniendo absurdos y perorando disparates a diestra y siniestra aún si a todas luces su discurso es insostenible. En palabras de don Karol Wojtyla: San Juan Pablo II:

“El hombre es objetivamente ‘alguien’ y en ello reside lo que le distingue de los otros seres del mundo visible, los cuales, objetivamente, no son nunca nada más que ‘algo’. Esta distinción separa el mundo de las personas del de las cosas. El mundo objetivo en el que vivimos está compuesto de personas y de cosas […] El término ‘persona’ se ha escogido para subrayar que el hombre no se deja encerrar en la noción ‘individuo de la especie’, que hay en él algo más, una plenitud y una perfección de ser particulares, que no se pueden expresar más que empleando la palabra persona” (Wojtyla, 1969 pp. 13-14).

Ahora bien, con base en esa noción, la Iglesia alecciona, hoy en día, que cuando dos personas se entregan al erotismo sin fines reproductivos: lo hacen de manera egoísta, esto es, por puro placer, y con ello convierten al otro en objeto de placer; y como las personas son personas y no objetos: se vulnera la condición de persona de las personas y, por tanto, es pecado y está prohibido por la Iglesia. En suma, la prohibición, de nuevo, es la misma pero el argumento ahora es otro.

Por lo demás, se empeñan en sostener su mismo modelo: Monogamia, exogamia, matrimonio indisoluble y erotismo restringido a la reproducción. Así, a finales del siglo XIX, en su Encíclica Rerum Novarum, el Papa León León XIII, limita las posibilidades de la vida humana a la virginidad o el matrimonio, cuyo objeto, por supuesto, es la procreación:

“Cuanto al elegir el género de vida, no hay duda que puede uno a su arbitrio escoger una de dos cosas: o seguir el consejo de Jesucristo, guardando virginidad, o ligarse con los vínculos del matrimonio. Ninguna ley humana puede quitar al hombre el derecho natural y primario que tiene a contraer matrimonio, ni puede tampoco ley alguna humana poner en modo alguno límites a la causa principal del matrimonio, cual la estableció la autoridad de Dios en el principio: Creced y multiplicaos” (León XIII, 1891 p. 18)

Y en la misma legislación, en su lucha contra las injerencias del Estado, nos habla de ¡La patria potestad! Y de los hijos como propiedad de sus padres:

“Pasar estos límites no lo permite la naturaleza. Porque es tal la patria potestad, que no puede ser ni extinguida ni absorbida por el estado, puesto que su principio es igual e idéntico al de la vida misma de los hombres. Los hijos son algo del padre” (León XIII, 1891 p. 20)

Y las cosas no cambian, en lo absoluto, a principios del siglo XX, esta vez, bajo la guía del Papa Pío XI, que en su Encíclica Quadragesimo Anno, refiere al erotismo como la causa de todo mal:

“La raíz y al mismo tiempo la fuente del alejamiento de la ley cristiana en las cosas sociales y económicas y de la consiguiente apostasía de la fe católica de muchos obreros son las pasiones desordenadas del alma, triste consecuencia del pecado original” (Pío XI, 1931 p. 138)

Y más importante aún, para el tema que nos compete, nos refiere el estado en el que deben vivir las mujeres: encerradas en sus casas o, a lo más, en las cercanías de las mismas:

“En casa principalmente, o en sus alrededores, las madres de familia pueden dedicarse a sus faenas sin dejar las atenciones del hogar. Pero es gravísimo abuso, y con todo empeño ha de ser extirpado, que la madre, a causa de la escasez del salario del padre, se vea obligada a ejercitar un arte lucrativo, dejando abandonados en casa sus peculiares cuidados y quehaceres, y, sobre todo, la educación de los niños pequeños. Ha de ponerse, pues, todo esfuerzo en que los padres de familia reciban una remuneración suficientemente amplia para que puedan atender convenientemente a las necesidades domésticas ordinarias” (Pío XI, 1931 p. 107)

Y por supuesto, sometidas y obedientes de sus maridos, como afirma en su Encíclica Divini Redemptoris, en la que protesta contra el principio de igualdad entre los sexos que proponían los socialistas, y en el que refrenda la indisolubilidad del matrimonio:

“En las relaciones sociales de los hombres afirman el principio de la absoluta igualdad, rechazando toda autoridad jerárquica establecida por Dios, incluso la de los padres; porque, según ellos, todo lo que los hombres llaman autoridad y subordinación deriva exclusivamente de la colectividad como de su primera y única fuente […] Al negar a la vida humana todo carácter sagrado y espiritual, esta doctrina convierte naturalmente el matrimonio y la familia en una institución meramente civil y convencional, nacida de un determinado sistema económico; niega la existencia de un vínculo matrimonial de naturaleza jurídico-moral que esté por encima de la voluntad de los individuos y de la colectividad, y, consiguientemente, niega también su perpetua indisolubilidad. En particular, para el comunismo no existe vínculo alguno que ligue a la mujer con su familia y con su casa. Al proclamar el principio de la total emancipación de la mujer, la separa de la vida doméstica y del cuidado de los hijos para arrastrarla a la vida pública y a la producción colectiva en las mismas condiciones que el hombre, poniendo en manos de la colectividad el cuidado del hogar y de la prole” (Pío XI, 1937 p. 157)

La mujer sometida a su marido es un tema sobre el que se extiende en su Encíclica Casti Connubii, de la que expongo, a continuación, varios fragmentos in extenso:

“Finalmente, robustecida la sociedad doméstica con el vínculo de esta caridad, es necesario que en ella florezca lo que San Agustín llamaba jerarquía del amor, la cual abraza tanto la primacía del varón sobre la mujer y los hijos como la diligente sumisión de la mujer y su rendida obediencia, recomendada por el Apóstol con estas palabras: ‘Las casadas estén sujetas a sus maridos, como al Señor; porque el hombre es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia’” (Pío XI, 1930 p. 281)

“Sobre el orden que debe guardarse entre el marido y la mujer, sabiamente enseña Nuestro Predecesor León XIII, de s. m., en su ya citada Encíclica acerca del matrimonio cristiano: ‘El varón es el jefe de la familia y cabeza de la mujer, la cual, sin embargo, puesto que es carne de su carne y hueso de sus huesos, debe someterse y obedecer al marido, no a modo de esclava, sino de compañera, es decir, de tal modo que a su obediencia no le falte ni honestidad ni dignidad. En el que preside y en la que obedece, puesto que el uno representa a Cristo y la otra a la Iglesia, sea siempre la caridad divina la reguladora de sus deberes’.
Están, pues, comprendidas en el beneficio de la fidelidad: la unidad, la castidad, la caridad y la honesta y noble obediencia, nombres todos que significan otras tantas utilidades de los esposos y del matrimonio, con las cuales se promueven y garantizan la paz, la dignidad y la felicidad matrimoniales, por lo cual no es extraño que esta fidelidad haya sido siempre enumerada entre los eximios y peculiares bienes del matrimonio.” (Pío XI, 1930 p. 284)

“Que estas ficciones sean perniciosísimas, claramente aparece también por las conclusiones que de ellas deducen sus mismos defensores, a saber: que las leyes, instituciones y costumbres por las que se rige el matrimonio, debiendo su origen a la sola voluntad de los hombres, tan sólo a ella están sometidas, y, por consiguiente, pueden ser establecidas, cambiadas y abrogadas según el arbitrio de los hombres y las vicisitudes de las cosas humanas; que la facultad generativa, al fundarse en la misma naturaleza, es más sagrada y se extiende más que el matrimonio, y que, por consiguiente, puede ejercitarse, tanto fuera como dentro del santuario del matrimonio, aun sin tener en cuenta los fines del mismo, como si el vergonzoso libertinaje de la mujer fornicaria gozase casi los mismos derechos que la casta maternidad de la esposa legítima.” (Pío XI, 1930 pp. 296-297)

“Todos los que empañan el brillo de la fidelidad y castidad conyugal, como maestros que son del error, echan por tierra también fácilmente la fiel y honesta sumisión de la mujer al marido; y muchos de ellos se atreven todavía a decir, con mayor audacia, que es una indignidad la servidumbre de un cónyuge para con el otro; que, al ser iguales los derechos de ambos cónyuges, defienden presuntuosísimamente que por violarse estos derechos, a causa de la sujeción de un cónyuge al otro, se ha conseguido o se debe llegar a conseguir una cierta emancipación de la mujer. Distinguen tres clases de emancipación, según tenga por objeto el gobierno de la sociedad doméstica, la administración del patrimonio familiar o la vida de la prole que hay que evitar o extinguir, llamándolas con el nombre de emancipación social, económica y fisiológica: fisiológica, porque quieren que las mujeres, a su arbitrio, estén libres o que se las libre de las cargas conyugales o maternales propias de una esposa (emancipación ésta que ya dijimos suficientemente no ser tal, sino un crimen horrendo); económica, porque pretenden que la mujer pueda, aun sin saberlo el marido o no queriéndolo, encargarse de sus asuntos, dirigirlos y administrarlos haciendo caso omiso del marido, de los hijos y de toda la familia; social, finalmente, en cuanto apartan a la mujer de los cuidados que en el hogar requieren su familia o sus hijos, para que pueda entregarse a sus aficiones, sin preocuparse de aquéllos y dedicarse a ocupaciones y negocios, aun a los públicos.” (Pío XI, 1930 p. 309)

“Pero ni siquiera ésta es la verdadera emancipación de la mujer, ni tal es tampoco la libertad dignísima y tan conforme con la razón que comete al cristiano y noble oficio de mujer y esposa; antes bien, es corrupción del carácter propio de la mujer y de su dignidad de madre; es trastorno de toda la sociedad familiar, con lo cual al marido se le priva de la esposa, a los hijos de la madre y a todo el hogar doméstico del custodio que lo vigila siempre. Más todavía: tal libertad falsa e igualdad antinatural con el marido tórnase en daño de la mujer misma, pues si ésta desciende de la sede verdaderamente regia a que el Evangelio la ha levantado dentro de los muros del hogar, muy pronto caerá —si no en la apariencia, sí en la realidad—en la antigua esclavitud, y volverá a ser, como en el paganismo, mero instrumento de placer o capricho del hombre.” (Pío XI, 1930 p. 310)

En la misma encíclica nos habla del matrimonio como institución fundada por Dios, para guardar al hombre en castidad y refrenar las pasiones, desde luego; y, por tanto, indisoluble:

“Sepan y mediten con frecuencia cuán grande sabiduría, santidad y bondad mostró Dios hacia los hombres, tanto al instituir el matrimonio como al protegerlo con leyes sagradas; y mucho más al elevarlo a la admirable dignidad de sacramento, por la cual se abre a los esposos cristianos tan copiosa fuente de gracias, para que casta y fielmente realicen los elevados fines del matrimonio, en provecho propio y de sus hijos, de toda la sociedad civil y de la humanidad entera. […] a la torpeza del vicio el resplandor de la castidad, a la servidumbre de las pasiones la libertad de los hijos de Dios, a la inicua facilidad de los divorcios la perenne estabilidad del verdadero amor matrimonial y de la inviolable fidelidad, hasta la muerte, en el juramento prestado” (Pío XI, 1930 pp. 265-266)

“que el matrimonio no fue instituido ni restaurado por obra de los hombres, sino por obra divina; que no fue protegido, confirmado ni elevado con leyes humanas, sino con leyes del mismo Dios, autor de la naturaleza, y de Cristo Señor, Redentor de la misma, y que, por lo tanto, sus leyes no pueden estar sujetas al arbitrio de ningún hombre, ni siquiera al acuerdo contrario de los mismos cónyuges. Esta es la doctrina de la Sagrada Escritura, ésta la constante tradición de la Iglesia universal, ésta la definición solemne del santo Concilio de Trento, el cual, con las mismas palabras del texto sagrado, expone y confirma que el perpetuo e indisoluble vínculo del matrimonio, su unidad y su estabilidad tienen por autor a Dios” (Pío XI, 1930 pp. 271-272)

“hasta las mutuas relaciones de familiaridad entre los cónyuges deben estar adornadas con la nota de castidad, para que el beneficio de la fidelidad resplandezca con el decoro debido, de suerte que los cónyuges se conduzcan en todas las cosas conforme a la ley de Dios y de la naturaleza y procuren cumplir la voluntad sapientísima y santísima del Creador, con entera y sumisa reverencia a la divina obra.” (Pío XI, 1930 p. 280)

“el amor conyugal, que penetra todos los deberes de la vida de los esposos y tiene cierto principado de nobleza en el matrimonio cristiano: ‘Pide, además, la fidelidad del matrimonio que el varón y la mujer estén unidos por cierto amor santo, puro, singular; que no se amen como adúlteros, sino como Cristo amó a la Iglesia, pues esta ley dio el Apóstol cuando dijo: ‘Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia’, y cierto que El la amó con aquella su infinita caridad, no para utilidad suya, sino proponiéndose tan sólo la utilidad de la Esposa’. Amor, decimos, que no se funda solamente en el apetito carnal, fugaz y perecedero, ni en palabras regaladas, sino en el afecto íntimo del alma y que se comprueba con las obras, puesto que, como suele decirse, obras son amores y no buenas razones”. (Pío XI, 1930 p. 281)

Esto, en razón de que el matrimonio es la unión de dos almas y, lo mismo que en la Edad Media, por unión de voluntades:

“Por obra, pues, del matrimonio, se juntan y se funden las almas aun antes y más estrechamente que los cuerpos, y esto no con un afecto pasajero de los sentidos o del espíritu, sino con una determinación firme y deliberada de las voluntades; y de esta unión de las almas surge, porque así Dios lo ha establecido, un vínculo sagrado e inviolable.” (Pío XI, 1930 pp. 272-273)

De ahí que el principio de monogamia sea indispensable:

“Estos, dice San Agustín, son los bienes por los cuales son buenas las nupcias: prole, fidelidad, sacramento. De qué modo estos tres capítulos contengan con razón un síntesis fecunda de toda la doctrina del matrimonio cristiano, lo declara expresamente el mismo santo Doctor, cuando dice: ‘En la fidelidad se atiende a que, fuera del vínculo conyugal, no se unan con otro o con otra; en la prole, a que ésta se reciba con amor, se críe con benignidad y se eduque religiosamente; en el sacramento, a que el matrimonio no se disuelva, y a que el repudiado o repudiada no se una a otro ni aun por razón de la prole. Esta es la ley del matrimonio: no sólo ennoblece la fecundidad de la naturaleza, sino que reprime la perversidad de la incontinencia’” (Pío XI, 1930 pp. 274-275)

“todo honesto ejercicio de la facultad dada por Dios en orden a la procreación de nuevas vidas, por prescripción del mismo Creador y de la ley natural, es derecho y prerrogativa exclusivos del matrimonio y debe absolutamente encerrarse en el santuario de la vida conyugal” (Pío XI, 1930 p. 278)

Y las cosas no cambiarán para la segunda mitad del Siglo XX y principios del XXI; y no es nada extraño, si se considera que Juan Pablo II, fue tenido por acérrimo trentista[v]; su libro Amor y Responsabilidad: Estudio de moral sexual, tiene una ligera variación con respecto a los textos de León XIII o Pío XI: Para empezar, parte del dichoso “principio personalista”, pero hay una variación un poco más sutil: La Iglesia pierde adeptos día con día; su carácter eminentemente medieval resulta cada vez más incompatible con la modernidad contra la que han luchado durante un par de siglos, perdiendo la batalla; por los tonos se moderan: no son ya las exigencias inquisitoriales de los Papas anteriores, Wojtyla utiliza un tono casi suplicante, aleccionador y, de cierta manera, razonador; no obstante, nuevamente nos encontramos con el erotismo como algo negativo, restringido al matrimonio y, desde luego, únicamente con fines reproductivos:

“Puesto que una persona no puede ser nunca objeto de goce para otra, sino solamente objeto (o más exactamente co-sujeto) de amor, la unión del hombre y de la mujer necesita un encuadramiento adecuado en el que las relaciones sexuales estén plenamente realizadas, pero de manera que garanticen a un mismo tiempo una unión duradera de las personas. Sabemos que semejante unión se llama matrimonio.” (Wojtyla, 1969 p. 235)

“La importancia de la institución del matrimonio consiste en que justifica el hecho de las relaciones sexuales de una pareja determinada en el conjunto de la vida socia], lo cual importa no sólo a causa de las consecuencias —ya hemos hablado de ello más arriba— sino en consideración de las personas mismas que tienen parte en ellas. De esta justificación dependerá asimismo la apreciación moral de su amor.” (Wojtyla, 1969 p. 247)

Una vez más, con un matrimonio indisoluble:

“El matrimonio disoluble es únicamente (o, en todo caso, desde luego) una institución que permite la realización del goce sexual del hombre y de la mujer, pero no la unión duradera de las personas basada en la afirmación recíproca de su valor.” (Wojtyla, 1969 p. 236)

“Si un hombre ha poseído a una mujer en cuanto esposa, gracias al matrimonio legal, y si, al cabo de un cierto tiempo, la deja para unirse con otra, demuestra con eso mismo que su esposa no representaba para él nada más que valores sexuales. Los dos hechos van a la par: considerar a la persona de sexo opuesto como un objeto que no trae consigo sino valores sexuales y ver en el matrimonio, en vez de una institución que debe servir para la unión de dos personas, una institución que no tiene otro objetivo que los valores sexuales.” (Wojtyla, 1969 p. 239)

Una vez más con la restricción monógama pero, esta vez, en razón de una supuesta despersonalización a la que conducen los placeres:

“la poligamia da al hombre la ocasión de considerar a la mujer como una fuente de deleites sensuales, un objeto de goce, lo que da por resultado una degradación de la mujer y un rebajamiento del nivel moral del hombre; basta recordar la historia del rey Salomón” (Wojtyla, 1969 p. 238)

“Se trata, en efecto, de la primacía del valor de la persona sobre los valores del sexo, y de la realización del amor en un terreno en el que puede fácilmente encontrarse reemplazado por el principio utilitarista que trae consigo la afirmación de la actitud de goce respecto de la persona. La estricta monogamia es una manifestación del orden personalista.” (Wojtyla, 1969 p. 243)

El principio de sumisión de la mujer se atempera, la Iglesia ha dependido en su mayoría de la participación de las mujeres y empeñarse en sostener dicho principio sería un suicidio para la institución, por lo que la sumisión se convierte en un “cada uno a su manera”:

“La familia es una institución fundada sobre el matrimonio. No pueden definirse exactamente sus derechos y sus deberes en la vida de una gran sociedad sin haber definido correctamente los derechos y obligaciones que implica el matrimonio. […]Tiene ésta la estructura de una sociedad, en la que el padre y la madre —cada uno a su manera— ejercen la potestad a la que están sometidos los hijos. El matrimonio no tiene aún la estructura de una sociedad, pero posee, en cambio, una estructura interpersonal, es una unión y una comunidad de dos personas.” (Wojtyla, 1969 p. 245)

No me extenderé más sobre el asunto, pues existen fuentes más que suficientes para escribir varios volúmenes. Bástenos, con esto, por el momento. Por fortuna, la Iglesia ha perdido el poder y hoy no puede “fulminar” a nadie positivamente hablando. Mientras las cosas se mantengan de ese modo no hay porqué preocuparse demasiado.

El Estado, por su parte, paulatinamente, se ha distanciado del asunto y cede en estos aspectos su poder rector al individuo. Limita su actuar a censar a la población y emprender campañas para regular la natalidad cuando los índices de sobrepoblación parecen peligrosos.

Las familias, liberadas de aquellas dos instituciones y bajo el influjo de otros organismos moralizadores basados en la persuasión y no en la imposición, se encuentran en nuestros días en estado de transición; el objetivo: familias más horizontales: toma de decisiones democráticas y autoridad del esposo cada vez más limitada, pero no sólo ésta, el primer paso fue igualar la autoridad entre ambos padres; el segundo, limitar la autoridad de ambos sobre los hijos, que cada vez son considerados más como seres humanos independientes y con capacidad para decidir sobre sí mismos, ¿esto es bueno? ¿Quién puede saberlo? La gran mayoría de los legisladores y consecuentes reformadores de las estructuras familiares no estaban enteramente dementes, muchos de ellos tenían buenas intenciones: salvar las almas, conservar las buenas costumbres, sanear la estructura familiar; si resultaron en catástrofes u hoy las entendemos así es porque nuestros objetivos también han cambiado. En lo personal, no me atrevería a proponer un modelo familiar o de organización social como el mejor. Es por ello que buscamos que cada uno decida lo que a su parecer le conviene ¿Se equivoca? Bien, habrá sido su decisión, creo que el Estado debería limitarse a garantizar algunos derechos esenciales de cualquier individuo –decidir sobre sus cuerpos, por ejemplo– y mantenerse al margen de los demás.

La sociedad está cambiando y el cambio es inevitable, esperemos que sea, mayoritariamente, para bien; seguramente habrá resultados terribles, pero eso competerá a las siguientes generaciones, que realizarán reseñas históricas y nos encontrarán incomprensibles, degenerados, incautos, cándidos o hasta perversos.
Los neomoralistas del presente tienen también –aunque los haya que se esfuercen por negarlo– intereses moralizadores. La premisa es el individuo con capacidad de volición; el objetivo que utilice dicha capacidad; se toma dicho valor como superior a lo anteriormente establecido, no hay ningún argumento verdaderamente válido para sustentarlo; y ya no hay Dios o Naturaleza para imponerlo; se cree en la libertad, la capacidad y la responsabilidad de cada uno; es sólo un ideal, pero a fin de cuentas, el hombre es un animal con ideales.



[i] Lewinson (1963), refiere al siglo XVI.

[ii] Mauricio de Sajonia (1521-1553)

[iii] Téngase en cuenta, que en aquel entonces las ciencias, tal y como las conocemos ahora, y la filosofía aún no se distanciaban, por lo que toda forma de conocimiento, en todas las áreas de la actual ciencia –la física o la química, por ejemplo–, se consideraban filosofía.

[iv] Práctica que, a partir de entonces, también será considerada como abominable por naturaleza, lo mismo que todas las prácticas eróticas sin fines reproductivos.

[v] Seguidor y partidario de la doctrina establecida durante el concilio de Trento.


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Septiembre - 20 - 2011

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