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Sitio web dedicado a la preservación del hábitat del Armandopithecus mexicanus inpudicum. Reserva de la exósfera.

De cazadas, cazados y otras cuitas III

Ahora bien, esta bigamia se entendió de dos maneras. La primera: tener varias posibilidades sexuales simultáneamente: una esposa y una o varias concubinas, por ejemplo; la segunda: poder casarse una y otra vez. Recuérdese que hasta ese momento el matrimonio era una cuestión económica y política, puesto que servía para ascender en la escala social y enriquecerse, los matrimonios se deshacían apenas aparecía una mejor oportunidad o una oferta más lucrativa; y puesto que la atracción sexual o las pasiones no tenían nada que ver en el asunto, los romanos tenían concubinas[i] para satisfacer dichas necesidades; el modelo eclesiástico pretendió imponerse contra estas prácticas, trastocando, enteramente, el orden social reinante, para ello se valieron del concepto de matrimonio indisoluble: puesto que el matrimonio no podía deshacerse: la gente no podía volver a casarse[ii].

“Sólo en el año 407, casi un siglo después, el Concilio de Cartago determinó que el cristiano divorciado no podía volver a casarse […] En el año 439, el emperador de Oriente, Teodosio II (408-450) liberalizó auténticamente el divorcio e hizo volver las cosas a la situación que había prevalecido antes de Constantino: autorizó el divorcio por mutuo consentimiento sin castigo alguno, y con la cláusula de que las personas divorciadas podían, de desearlo, volver a casarse inmediatamente. La situación legal cambió una vez más al decenio siguiente, cuando otra ley de Teodosio II sobre el divorcio exigió que los juicios de divorcio demostraran estar bien motivados.” (Brundage, 2000 p. 110)

En la primera mitad del siglo III, Modestino formulará la primera definición del matrimonio más allá del contrato de propiedad; en su definición nos habla de la unión de un hombre y una mujer, para toda la vida, por la ley humana y divina. No obstante, los teóricos concuerdan en tanto a que esta aparente perpetuidad no era la misma que hoy en día sostiene la iglesia:

“‘el matrimonio es la unión de un hombre y una mujer, un consorcio para toda la vida, el compartir el derecho divino y humano’, escribirá” (Cantarella, 1997 p. 111)

“La definición jurídica clásica del matrimonio romano fue formulada por Modestino: ‘el matrimonio es la unión de un hombre y una mujer, para toda la vida, según la ley divina y la humana’ […] La declaración de que el matrimonio era una unión permanente no pretendía significar la ulterior noción cristiana de un matrimonio indisoluble y de por vida, que haría nulo todo ulterior matrimonio mientras viviera el primer cónyuge. Antes bien, los juristas clásicos simplemente quisieron decir que las dos partes al contraer matrimonio pretendían vivir unidas, sobre una base duradera” (Brundage, 2000 p. 48-49)

Se entiende que, en tanto que el nuevo modelo afectaba la manera como la población interactuaba y particularmente sus posibilidades de ascender en la escala social e incrementar su fortuna, el modelo no fue bien visto por las clases altas y tuvo que ser impuesto. Numerosos historiadores sugieren que el verdadero interés de la Iglesia detrás de todas estas reformas, fue la acumulación de poder y recursos que, a la postre, la convertirían en lo que es en nuestros días: un ciclópeo consorcio económico.
Bien vista, esta reforma tiene implicaciones serias; como explica Brundage:

“el matrimonio romano clásico exigía el continuado consentimiento de las partes, mientras que el matrimonio postclásico sólo necesitaba el consentimiento inicial” (Brundage, 2000 p. 108)

Detrás de esto hay una pérdida de poder del sujeto. Su interés y voluntad ya no están en juego una vez casado. El poder pasa a ser de la Iglesia que desde ahora se encargará de vigilar y castigar el estricto cumplimiento de la norma; el castigo, desde luego, fue siempre el pago de multas a las arcas de la iglesia. Surge entonces aquella idea según la cual, las personas no se pertenecen a sí mismas sino a Dios, y puesto que la Iglesia es la portavoz de Dios: las personas pertenecen a la Iglesia.

Pero sostenerse en el poder implica mayor control, y mayor control quiere decir registros. Eventualmente, el Estado romano-cristiano comenzó a llevar registros de quién estaba casado con quién y quién ya no lo estaba; no pasó mucho tempo para que la injerencia del Estado fuese cada vez mayor, para el siglo VI, ya se habían creado contratos matrimoniales y registros de negociaciones de las dotes, para hacer válidas las uniones ante el Estado: el contrato entre particulares dejaba de serlo y las instituciones adquirían poder de legitimización de las uniones. Al poco, se convirtió en autoridad en tanto a las razones por las cuales podía deshacerse una unión:

“En 538, Justiniano […] modificó la base misma del contrato matrimonial: en lo sucesivo se exigirían, en cada casa, los instrumentos de la dote, acuerdos escritos concernientes a las disposiciones de propiedad de la pareja; las personas que no pudiesen presentar un instrumento dotal se considerarían como no casadas. Este experimento resultó efímero […] por consiguiente, cuatro años después, Justiniano volvió a alterar la en forma parcial la ley básica sobre matrimonio. En la novela 117 decretó que, en el futuro, los ciudadanos de las más altas posiciones sociales sólo podrían contraer matrimonio por medio de acuerdos dotales escritos […] Las personas de bajo nivel social podían seguir casándose ‘tan solo por afecto’; sus matrimonios serían válidos y legítimos sus hijos” (Brundage, 2000 p. 125)

“El único procedimiento para dar fin a un matrimonio legalmente constituido fue, desde ahora, el divorcio, acompañado de una restricción de las causales para acudir a este recurso. Fue Constantino el que prohibió mantener simultáneamente una esposa y una concubina, por lo cual la bigamia, aceptada antaño, se transformó en un problema jurídico para el varón romano” (Rojas Donat, 2005 p. 49)

La lucha de la iglesia contra las clases altas no rendía fruto, y las legislaciones no eran atendidas por la mayoría de los potentados, por lo que la siguiente gran transformación en cuestiones matrimoniales fue hacer extensivo el matrimonio a todas las clases sociales:

“para las clases más bajas de la población, los decretos de los emperadores cristianos por primera vez hicieron legalmente posible el matrimonio: las leyes sucesivas transformaron las parejas informales de esclavos (contuvernium) en matrimonio legítimo con todos sus derechos y consecuencias” (Brundage, 2000 p. 104)

La familia, por su parte, se mantenía más o menos inmune a todos estos cambios. Las luchas eran político-económicas por lo que la estructura de la familia no le importó mucho al Estado romano-cristiano. En aquel entonces, por supuesto, hacer valer la ley no era cosa fácil; el imperio era gigantesco y el ejército se ocupaba en la guerra con otras naciones. Las leyes se modificaban y establecían más o menos arbitrariamente, no tanto en función de intereses moralizadores como económicos. Así, si se quería imponer algún gobernante en alguna provincia, se modificaba la ley para que pudiera serlo, si se quería derrocar algún otro, se modificaba la ley para condenarlo, si la Iglesia tenía como partidario al hijo ilegítimo de algún gobernante: modificaba la ley para que fuera reconocido; muchas de estas legislaciones, claro, tenían efectos sobre la familia, particularmente las respectivas al concubinato y los hijos ilegítimos:

“durante el reinado de Constantino, el Concilio de Gangra exigió que los padres cristianos mantuvieran a todos sus hijos, legítimos o no, y en el siglo IV el derecho civil empezó a extender unos limitados derechos de herencia los hijos ilegítimos. En el año 371, Valentiniano decreto que una concubina y sus hijos podían recibir hasta la cuarta parte de las propiedades del padre de los hijos. Esta política fue temporalmente invertida en 397 por los emperadores Arcadio y Honorio, quienes excluyeron por completo de las posesiones a las concubinas y sus hijos; pero en 405 se reinstaló el decreto de 371.” (Brundage, 2000 p. 115)

Los discursos de los teólogos se mantendrán al margen de estas cuestiones hasta ya entrada la modernidad. Si bien se buscaban uniones monógamas e indisolubles, el amor o el atractivo físico no se consideraban, de hecho, mientras menos atracción entre los cónyuges mejor, pues se evitaba con esto la concupiscencia, el amor fue siempre cosa reprobable, lo mismo que la mujer, y los hijos no eran sino una propiedad más de sus padres:

“Con la salvedad de Sánchez y de Francisco de Votoria […] ninguno de los antiguos teólogos introducía, en el debate acerca de la sexualidad conyugal, la noción de amor. Ninguno se preocupaba tampoco de si uno de los conyugues reducía al otro a la condición de objeto, mientras que los teólogos del siglo XX, al abordar estas mismas cuestiones, tienen permanentemente presente la función del amor y de la consideración por el partenaire […] el cuerpo de la mujer es del marido, y éste puede disponer de aquél como crea conveniente, con la única condición de no cometer un pecado mortal. De igual forma, el cuerpo del marido es para la mujer” (Flandrin, 1982 p. 164)

Pero nuevas transformaciones ocurrirán durante el Medioevo, con la caída del imperio romano de occidente ante las invasiones de los grupos barbaros de las actuales Francia y Alemania. Cuando el poder cambie de manos, nazca el imperio romano-germano y la iglesia romano-cristiana tenga que volver a alterar sus discursos en su lucha por el poder.

Familia romano-germánica

Pronto, la Iglesia se alió con los nuevos dueños del poder que, a su vez, encontraron cómodas las estructuras burocráticas del imperio romano. Los gobernantes y dirigentes de los pueblos bárbaros que destruían el imperio romano de occidente se hicieron bautizar y comenzó, simultáneamente, la cristianización de los pueblos bárbaros y la adaptación del cristianismo al paganismo de dichos pueblos.

Las antiguas diosas se convirtieron vírgenes y santas, los dioses en santos y arcángeles; el panteón cristiano crecía adoptando divinidades paganas y colocándolos en rangos menores de una naciente jerarquía divina. Del Dios monoteísta de Jesús y el puedo hebreo no quedaba, para entonces, prácticamente nada. El monoteísmo hebreo fue condenado. A mediados del siglo IV, nació la santísima trinidad, se estableció la divinidad de Jesús y su consubstancialidad con Dios, la virginidad de maría, entre otros dogmas de fe; a medida que el dominio del nuevo imperio cristiano romano-germano iba dominando territorios, adquiría nuevos ángeles, arcángeles, serafines, querubines, santos, beatos y demás.

Pero la Iglesia se enfrentó a un problema aún mayor cuando trató de imponer su doctrina sexual: los pueblos bárbaros no estaban dispuestos, por ningún motivo, a adquirir el ascetismo y las restricciones sexuales eclesiásticas; la lucha fue aún más cruenta que en Roma, porque los germanos no tenían noticia alguna del estoicismo y su relación con los placeres era mucho más acérrima que en los romanos cuya mayor preocupación era el poder. Baste con verse el ideal postmortem germano: el Walhalla, en el que los guerreros germanos pasarían la eternidad atendidos por bellas mujeres esperando la batalla final al lado de los dioses.

Ya hemos hablado de las tres formas de matrimonio germano, pero no de su consumación: para los germanos el matrimonio, o, más precisamente la unión legítima, no era resultado de rito alguno sino de la misma interacción coital: Sólo había matrimonio si había relaciones sexuales eróticas.

“En general, las comunidades germánicas cristianizadas ya a fines del siglo VI no aceptaron de buena gana la disciplina que en materia sexual intentaba imponer la Iglesia. […] la moral sexual del cristianismo penetró con muchas dificultades, y puede deducirse que en muchos lugares no llegó a imponerse.” (Rojas Donat, 2005 p. 52)

Por lo que aparecieron pronto dos ritos matrimoniales: uno romano en el que el pacto prematrimonial también llamado desponsatio en el que se acordaban las cuestiones económicas respectivas a la unión era la esencia misma del matrimonio; y uno galo-germano, en el que el acto coital era constitutivo de la pareja.

En su afán por inmiscuirse en el rito matrimonial, la Iglesia tomó parte en la celebración de ambos ritos, causando no pocas polémicas entre los teólogos de aquél entonces. En un principio, el papel de los sacerdotes se limitó a bendiciones de todo tipo. En el rito romano, se bendecían los anillos, pieles, pasteles y demás objetos simbólicos; en el rito galo-germano, se bendecía el lecho nupcial, a los novios en el lecho y aún el coito mismo:

“A mayor abundamiento, bajo los emperadores cristianos el matrimonio se convirtió en un contrato más serio de lo que había sido. Antes de Constantino, la ley romana no había exigido ningún tipoi de rito para contraer matrimonio, aunque en la práctica sí fueran de uso común ciertas ceremonias. Durante los siglos IV y V, las regulaciones de la Iglesia empezaron a exigir que los cristianos recibieran de un sacerdote la bendición nupcial. Los ritos matrimoniales cristianos fueron tomando forma durante este periodo, y al llegar al siglo VI ya habían surgido dos variedades de ceremonias; uno de sus tipos, el más común en la Galia, era el de una bendición nupcial impartida por un sacerdote mientras la pareja recién casada yacía en el lecho nupcial. Por contraste, en Italia, las ceremonias de la boda se celebraban en una bendición dada a la pareja en el edificio de la iglesia o, más comúnmente, a la puerta de la iglesia mientras intercambiaban consentimientos. De este modo, el simbolismo de los ritos italianos se centraba en el consentimiento y en la función de la iglesia en el matrimonio, mientras que el simbolismo nupcial francés subrayaba la consumación y trataba la ceremonia nupcial básicamente como asunto doméstico” (Brundage, 2000 p. 104)

“La bendición nupcial de un sacerdote llegó a ser una obligación dentro de la Iglesia […] En la Galia el sacerdote impartía la bendición nupcial a la pareja mientras ésta permanecía en el lecho, poniendo énfasis en que el matrimonio se consumaba con la unión íntima de la pareja santificada por el ministro. En cambio, en Italia las ceremonias se llevaban a cabo con una bendición que el sacerdote realizaba en el edificio de la iglesia, habitualmente junto a la entrada, mientras los contrayentes intercambiaban los consentimientos, con lo cual el simbolismo se centraba en el consentimiento y en el papel que la Iglesia tenía en esta importante decisión” (Rojas Donat, 2005 pp. 49-50)

“El matrimonio germánico se constituye con la cohabitación de la pareja unida, y no por un acto formal, de tal manera que, más que legal, era un acto social. La poligamia estaba aceptada en la medida de las posibilidades económicas de cada familia.” (Rojas Donat, 2005 p. 50)

“Alrededor del lecho nupcial se desplegaba, se prolongaba la fiesta, ruidosa, que reunía a una numerosa multitud llamada a comprobar la unión carnal, a divertirse con ella, y, mediante el desbordamiento de su propio placer, a captar los dones misteriosos capaces de hacer fecunda esta unión. Se trataba de eso: de la carne y la sangre” (Duby, 1999 p. 40)

“Así pues, el matrimonio era un acto que comprometía la palabra de los contratantes de ambas familias. Una familia entregaba a una mujer; la otra, la recibía a cambio de una dote (donatio puellae). La última etapa del periodo nupcial era la entronización en el lecho de matrimonio, que tenía lugar en público, rodeado de gran solemnidad, y sancionado por la aclamación de los asistentes, que daban fe de la consumación del hecho” (Ariès, 1982 p. 192)

El momento será bastante tenso; al mismo tiempo confluyen por un lado, los teólogos mayoritariamente ascéticos y enemigos del goce; por otro, una población pagana desordenada, orgiástica y festiva; por otro, una nobleza que realiza contratos matrimoniales como alianzas políticas y económicas; y, finalmente, la institución eclesiástica, que debe mediar entre todos estos con miras a obtener el mayor poder posible; decidir sobre la doctrina, condenar a los teóricos que no comulguen con ella, aliarse con los poderosos, pelear contra quienes no se someten, y tratar de ordenar y educar al pueblo y a sus mismos funcionarios –los sacerdotes– en la doctrina establecida.

El conflicto terminó en un rito dual, que comienza con la desponsatio que se convertirá en lo que hoy conocemos como “esponsales” y culmina con el coito: las bodas, autoría, hasta donde se sabe, del Arzobispo Hincmar de Reims:

“Los germanos no veían el sexo con ideales ascéticos ni pretendían convertir la vida matrimonial en un ambiente de penitencia. Esta discrepancia de fondo relativa a la función del sexo en el matrimonio, no podía escapar a la preocupación de las autoridades como también a los escritores católicos de los siglos VIII y IX, algunos de los cuales intentaron conciliar ambas posturas.” (Rojas Donat, 2005 p. 53)

“El papa Nicolás I (858-867), en una encíclica enviada a Bulgaria, sostenía el principio del mutuo consentimiento como principio fundamental del matrimonio. Casi al mismo tiempo, Hincmar (845-882), arzobispo de Reims, planteó una teoría sobre el matrimonio bastante novedosa para la época, teoría hasta entonces inexistente en el derecho canónico: La mujer debe disponer de una dote, la boda debe celebrarse en público y debe seguirla el acto sexual. Adaptándose Hincmar a la tradición germánica, sostenía que el matrimonio no consumado era incompleto, luego, inválido.” (Rojas Donat, 2005 p. 53)

“Y como culminación de estas conversaciones, las palabras y los gestos públicos, un ceremonial también dual. Por un lado, los esponsales, es decir, un ritual de la fe y de la caución, promesas verbales, mímica de desnudamiento y de tomar posesión, entrega de prendas, anillo, arras, y por último el contrato que la costumbre impone, al menos en las provincias donde la escritura no se ha perdido del todo. A continuación las bodas, es decir, un ritual de la instalación de la pareja en su hogar: el pan y el vino compartidos por los contrayentes y el banquete numeroso que necesariamente rodea la primera comida conyugal; el cortejo que conduce a la esposa hasta su nueva residencia; allí, en la noche, en la habitación oscura, la desfloración, y después por la mañana el regalo que expresa la gratitud y la esperanza del que sueña que al fecundar a su compañera desde esa primera noche ya ha inaugurado sus funciones de paternidad legítima” (Duby, 1999 p. 282)

Para conciliar la ideología ascética y la participación de la iglesia en las bodas –la parte sexual del matrimonio– la Iglesia, primero, recurrirá a San Agustín, y retomará el concepto de erotismo lícito siempre y cuando esté destinado a la procreación. La bendición del lecho nupcial cambiará entonces de sentido: ya no será un rito para favorecer la fertilidad, de aquí en adelante es una forma de expiación. El lecho y los novios deben ser limpiados, sacerdote mediante, del pecado de concupiscencia, hay que informar a Dios que aquello se está haciendo para traer niños al mundo y no por mero placer:

“La costumbre de asociar a un hombre de la iglesia a las solemnidades sucesivas de la desponsatio y de las nuptiae parece penetrar por Normandía […] un manual compuesto en Evreux, en el siglo XI contiene el texto de las plegarias recitadas por n sacerdote. Opera en el interior de la casa. Bendice. Lo bendice todo: los regalos, el anillo, la cámara antes de que los esposos penetren en ella, el lecho nupcial. ¿Se trata de otra cosa que de exorcismos múltiples, de los que se esperaba que rechazasen el mal; de precauciones tomadas en el momento más peligroso, el de la cópula, al caer la noche? Un pontificial más reciente datado de la segunda mitad del siglo XI […] muestra que una parte del ceremonial había sido transferido a la iglesia desde entonces […] Las autoridades eclesiásticas habían conseguido que, en la mitad de los ritos de paso, entre la entrega de la mujer, la promesa, el compromiso verbal y su introducción en la cámara conyugal, ella se presentara ante el altar y que la pareja ya formada, pero todavía no unida por la cópula fuera bendecida. Nada más” (Duby, 1999 pp. 129-130)

“los sacerdotes se inmiscuyen poco a poco en el ceremonial del matrimonio para sacralizar sus ritos, y en especial el de las bodas, acumulando alrededor del lecho nupcial las fórmulas y los gestos destinados a rechazar lo satánico y a contener a los conyugues en la castidad. En la larguísima historia de la progresiva e imperfecta inserción del modelo eclesiástico en el modelo laico, el siglo IX aparee como un momento decisivo” (Duby, 1999 pp. 284-285)

“Del modelo propuesto por la iglesia estamos mejor informados por gran cantidad de documentos y de estudios […] Toda la vertiente ascética […] la lleva a condenar el matrimonio, culpable de ser a la vez impureza, turbación del alma, obstáculo a la contemplación […] Sin embargo […] La Iglesia admite el matrimonio como un mal menor […] Pero a condición de que sirva para disciplinar a sexualidad, para luchar contra la fornicación […] Por lo tanto, los conyugues, cuando se unen, no deberían tener otra idea en la cabeza que la de procrear. Si se permiten sentir algún placer en su unión, ya se han ‘manchado’, están ‘transgrediendo la ley del matrimonio’, dice Gregorio Magno” (Duby, 1999 pp. 283-284)

Y segundo, hará todo lo que esté en sus manos para deserotizar el matrimonio, para convertirlo en un acto que no esté relacionado con la carne, aunará al mismo un nuevo elemento: lo convertirá en cosa del espíritu. Los amantes no se unen en la carne: se unen, por vía del matrimonio, espiritualmente, ante dios y ante la Iglesia; y, por supuesto, para toda la eternidad, por lo que no puede haber segundas nupcias. La transformación es sutil pero importante, la exigencia es la misma, pero cambia la justificación, monogamia e indisolubilidad ya no son sólo para evitar los placeres de la carne, ahora es porque los esposos se unen espiritualmente ante dios y para toda la eternidad:

“Los cual nos lleva al segundo punto: desencarnar, cuanto se pueda, el matrimonio. Modestia en las fiestas nupciales; no excesiva alegría, nada de danzas impúdicas” (Duby, 1999 p. 139)

“Los eclesiásticos trabajan así por agilizar los procedimientos de conclusión de la unión matrimonial cuando su horror por todo lo carnal los incita a trasladar el acento al compromiso de las almas, el consensus, ese intercambio espiritual en nombre del cual, según san Pablo, el matrimonio puede convertirse n la metáfora de alianza entre Cristo y su Iglesia” (Duby, 1999 p. 284)

Se trata por supuesto de una decisión importante, la unión de dos almas debe hacerse con pleno uso de las facultades, la affectio maritalis: la intención de estar casados, sufrirá también una transformación, como vimos, dejará de ser la intención permanente y se convertirá en un pleno convencimiento de querer estar unidos para toda la eternidad, por eso los padres hoy en día preguntan: “aceptas a fulana como esposa”, y viceversa, y por eso en aquel tiempo se limitó la toma de esta importante decisión hasta no haber alcanzado “la edad de la razón”, la edad en la que uno ya puede tomar una decisión de esta magnitud: los siete años:

“Insistiendo, de entrada, en la preeminencia del acuerdo de voluntades, por tanto de los esponsales: la muchacha entregada por mano de su padre y el muchacho que la toma en la suya, no deben ser pasivos ni la una ni el otro. Se unen deliberadamente. Por consiguiente, es preciso que hayan alcanzado la edad de la razón, siete años. Y se enuncia el principio de que las nupcias son accesorias, de que los esposos están unidos antes de que sus cuerpos lo estén. El pacto de desponsatio es, por lo tanto, indisoluble” (Duby, 1999 p. 139)

La doctrina en lo que al matrimonio respecta está, ahora, casi totalmente definida: Es la unión espiritual de un hombre y una mujer ante dios, por tanto monógamo e indisoluble, donde el elemento erótico es sólo un mal necesario para la procreación de los hijos, por lo que toda actividad erótica debe restringirse al mismo. Un decreto del 829 d.e.c. escrito en Paris durante el reinado de Luís el piadoso, hijo de Carlomagno, nos muestra esta conformación en ocho puntos:

“1. Los laicos deben saber que el matrimonio ha sido instituido por Dios
2. No debe haber matrimonio por causa de la lujuria sino antes bien, por causa del deseo de progenitura.
3. La virginidad debe se conservada hasta las nupcias.
4. Los que tienen una esposa no deben tener concubina.
5. Los laicos deben saber como amar a su mujer en la castidad y les deben honrar como a seres débiles.
6. Al no deberse realizar el acto sexual con la esposa con la intención de gozar, sino de procrear, los hombres deben abstenerse de conocer a su esposa cuando está encinta.
7. Como dice el señor, salvo por causa de fornicación, la mujer no debe ser despedida, sino más bien soportada, y aquellos que, una vez repudiada su esposa por fornicación, toman otras, son tenidos, según la sentencia del Señor, por adúlteros.
8. Los cristianos deben evitar el incesto.” (Citado por Duby, 1999 p. 29)


Una vez definida la doctrina hay que hacerla valer entre la población y esto no fue cosa fácil, de hecho tardó siglos en lograrse y no se consiguió del todo: la doctrina cambió más adelante. Según parece, el pueblo llano no tuvo mayores problemas para aceptar este modelo, su pobreza no le permitía tener varias esposas, ni celebrar grandes ceremonias, no tenía posibilidades para ascender en la escala social, no tenía forma de incrementar mayormente su patrimonio pues sus tierras y aún ellos mismos eran propiedad de algún Señor Feudal; el verdadero problema fueron los nobles, a quienes estas restricciones sí les afectaban, por lo que durante la baja Edad Media veremos el choque entre dos formas esenciales de unión matrimonial: la de los nobles, casi idéntica a la antigua forma romana, en la que el matrimonio es una negociación con miras político-económicas, y el de la Iglesia, previamente descrito:

“Ante todo, dispondremos frente a frente los dos sistemas de encuadramiento, que por sus intenciones son casi totalmente extraños el uno al otro: un modelo laico encargado de preservar a lo largo de las generaciones –en esa sociedad ruralizada en la que cada célula arraiga en un patrimonio territorial– la permanencia de un modo de producción; un modelo eclesiástico cuyo objetivo, intemporal, consiste en refrenar las pulsiones de la carne, es decir, reprimir el mal, encauzando los desbordamientos de las sexualidad dentro de límites estrictos” (Duby, 1999 p. 281)

“A finales de la época carolingia, hacia el siglo X, se nos revela claramente la existencia de dos modelos opuestos de matrimonio, el de los nobles y el de la Iglesia […] Como en Roma, el matrimonio era un acto eminentemente privado: tiene lugar en la propia casa, aunque sea tan público […], por otra parte, que los esposos y sus parientes estaban rodeados de espectadores que los aclamaban y que, con su presencia, daban testimonio de la validez del acto y del consentimiento de la comunidad para la celebración del acto” (Ariès, 1982 p. 191)

“Mantener de generación en generación el ‘estado’ de una casa: tal es el imperativo que rige toda la estructura del primero de estos modelos […] Por un lado, esto significa entregar a las mujeres, negociar lo mejor posible su capacidad de procreación y las ventajas que se supone legarán a su descendencia, y por el otro ayudar a los hombres a conseguir esposa. Y a conseguirla en otra casa, para introducirla en esta donde dejará de depender de su padre, de sus hermanos, de sus tíos para estar sometida a su marido, pero de todos modos condenada a seguir siendo para siempre una extraña, ligeramente sospechosa de traición furtiva en ese lecho en el que ha penetrado y donde va a cumplir su función primordial: dar niños al grupo de hombres que la acoge, la domina y la vigila” (Duby, 1999 pp. 281-282)

“En efecto, el matrimonio entre los caballeros a los que vitupera Guibert de Nogent, es un negocio, un medio de preservar, de realzar el honor de la casa. Para eso todo es bueno, el rapto, el repudio, el incesto” (Duby, 1999 p. 131)

Sólo hay un punto en el que ambas formas matrimoniales y en el que ambas ideologías comulgan: el desprecio por la mujer y el absoluto convencimiento de que éstas deben ser sometidas por sus maridos.

“La concordancia entre la moral de los sacerdotes y la de los guerreros, viejos y jóvenes, no era en ninguna parte más estrecha que en esta actitud en que se conjugan la desconfianza y el desprecio por la mujer, peligros y frágil […] Los laicos aplaudían todo lo que les permitía creer que el señor se mostró más severo respecto a la fornicación femenina y que exige castigarla. Y los obispos, aunque se consideraban encargados de la viudas y por las esposas repudiadas porque su deber era proteger a los débiles, a los ‘pobres’ como decían, dejaban a los varones de la casa el cuidado de enderezar a las mujeres, de castigarlas tal como se enderezaba y corregía a los niños, a los esclavos o al ganado” (Duby, 1999 p. 42)

“El campo de la sexualidad masculina, quiero decir la sexualidad lícita, no queda en absoluto encerrado en el marco conyugal […] En cambio, en la mujer soltera lo que se exalta y lo que toda una maraña de prohibiciones intenta garantizar por anticipado es la virginidad, y en la casada, la constancia. Porque sin vigilancia el desorden natural de esos seres perversos que son las mujeres amenaza con introducir en la parentela, entre los herederos dela fortuna ancestral, a intrusos nacidos de otra sangre, sembrados clandestinamente, iguales a los bastardos que los solteros de linaje esparcen con alegre generosidad fuera de la casa o entre las filas de sus servidores” (Duby, 1999 p. 283)

No hay que romperse la cabeza para saber cuál de las dos formas matrimoniales resultó triunfante, sólo hay que ver nuestras formas matrimoniales actuales. El gran triunfo de la Iglesia ocurrió, desde luego, el ámbito erótico; y dicho triunfo fue la pareja monógama, es decir, la abolición de las concubinas. Pero seamos claros, el sexo extramarital nunca ha dejado de existir, lo que dejó de existir fue el reconocimiento legal del concubinato; esto trajo consigo la siguiente gran transformación del matrimonio: la unión de la concubina y la esposa en una única persona. Recuérdese que hasta este momento, como afirma Flandrin:

“La sociedad antigua era, verdaderamente, muy distinta a la nuestra en la medida en que al matrimonio, normalmente, no se le confería relación amorosa alguna, sino que era un asunto de familia: un contrato que dos individuos habían establecido no por placer sino en virtud de la decisión de sus familias respectivas y para el bien de ambas” (Flandrin, 1982 p. 170)

“Y por último, se lleva a su término la constitución de una ideología del matrimonio cristiano que en parte se basa, contra el catarismo, en la justificación, la desculpabilización de la obra de carne […] Pero en esencia se erige como una notable empresa de espiritualización de la unión conyugal […] Que culmina con el establecimiento del matrimonio entre los siete sacramentos” (Duby, 1999 p. 289)

Entre los siglos XII y XIII, la moral matrimonial eclesiástica comenzó a incorporar en su modelo el erotismo, ya no como un mal necesario sino como una actividad lícita, los textos de la época comienzan a hablar de “amor” en el matrimonio; pero no hay que confundirse, el amor como nosotros lo entendemos no existía en aquel entonces, lo que los textos medievales llaman amor se limita a relaciones sexuales eróticas:

“No hay que engañarse: lo que los escritos de esa época llaman ‘amor’ en latín o en los dialectos, es simplemente el deseo, el deseo de un hombre, y sus proezas sexuales. Incluso en las novelas que se dicen corteses” (Duby, 1999 p. 186)

Esto sólo pudo conseguirse disminuyendo el poder del Pater, pues el pater era no sólo quien elegía a la futura pareja, era quien pactaba el acurdo matrimonial, quien entregaba a la novia y quien encabezaba la ceremonia, que se celebraba en su propia casa. Pero a mediados del siglo XII, los sacerdotes comenzarán a usurpar el poder del pater y a tomar sus funciones:

“Hasta ahora, el matrimonio que he descrito es fundamentalmente un acto doméstico. No sale de casa, ni siquiera de la alcoba o del lecho. Pero un notable fenómeno influirá sobre la economía del matrimonio: el matrimonio cambiará de lugar, se desplazará del espacio privado al público […] Es en el siglo XII cuando aparecen los ritos matrimoniales” (Ariès, 1982 p. 209)

“El sacerdote no ha substituido aún al padre en el momento esencial de la unión de las manos, de la cesión de la esposa: el rastro más antiguo de este cambio decisivo está en Reims en la segunda mitad del siglo XIII […] Para los laicos, el matrimonio seguía siendo cosa profana. Les parecía bien que los curas fueran a decir sus oraciones alrededor del lecho, como lo hacían por los campos para que cayese la lluvia, o como sobre las espadas o los perros. Pero deseaban tener al clero a distancia.” (Duby, 1999 p. 131)

Y, al poco tiempo, el matrimonio dejará de celebrarse en las casas y se transportará a las puertas de la iglesia y más tarde a su interior:

“Hasta que desde el final del siglo XI se discierne la edificación progresiva, en el norte y en el mediodía, de una liturgia matrimonial por la cual lo esencial del ritual hasta ahí doméstico y profano es llamada a trasladarse a la puerta de la iglesia y a su interior.” (Duby, 1999 p. 289)

“En los siglos IX y X, la función del sacerdote se limitaba a la bendición del lecho nupcial y de los esposos que yacían en él. Tal bendición estaba destinada a asegurar la fecundidad de la semilla –la palabra es, a menudo, repetida–. En el siglo XII, el papel del sacerdote, antes ocasional, se vuelve cada vez más importante y esencial. A partir de los siglos XIII y XIV, la ceremonia a las puertas de la iglesia comprende dos partes bien distintas: una, que es la segunda en el orden cronológico corresponde al acto tradicional y esencial del matrimonio, antes único: donatio puellae. Al principio, los padres acuden al sacerdote para que haga el acto de entrega de la joven al esposo. Después en una segunda etapa, el sacerdote se sustituye por el padre de la muchacha y es él el encargado de tomar las manos de los contrayentes y hacer que se las estrechen, la dextrarum junctio cambia de sentido […] Ya no significa la traditio puellae, sino el compromiso recíproco de los esposos, su mutua donación, signo evidente de un profundo cambio de mentalidad” (Ariès, 1982 pp. 209-210)

“Por último, la última etapa, hacia el siglo XVII, ha sido la de la entrada en la iglesia, la transferencia del conjunto del ceremonial desde la puerta al interior de la iglesia, donde tendrá lugar desde entonces” (Ariès, 1982 p. 210)

“Hay que esperar hasta el siglo XII para descubrir un sistema litúrgico coherente en los manuales sacerdotales que subsisten […] el lugar de los esponsales ya no es entonces la casa de la novia. Ante la puerta de la iglesia son bendecidos los anillos, leída el acta de dotación y requerido el consentimiento mutuo, y todo por el sacerdote, que estará aquí como testigo privilegiado, aunque pasivo” (Duby, 1999 p. 130)

Con la disminución del poder del pater, la incorporación de la esposa y la concubina en una misma persona, y la progresiva imposición del modelo matrimonial eclesiástico a la población veremos aparecer una nueva estructura familiar, una en la que el pater, sin dejar de ser la máxima autoridad, ha dejado de tener poder absoluto sobre sus miembros, en la que, paulatinamente, el resto de los integrantes dejan de ser esclavos y se convierten en personas protegidas y encabezadas por el mismo. El número de miembros también disminuye, los grandes núcleos familiares de cientos de personas se dispersan en pequeñas células, los hijos de las numerosas concubinas desaparecen y veremos esbozarse lo que en la actualidad llamamos familia.

Por supuesto, esta desintegración de los grandes núcleos familiares tuvo por objeto mermar el poder de los grandes potentados y el peligro que representaban para la Iglesia y los monarcas de aquel entonces, que acumulaban más poder a medida que de decrecía el de sus competidores:

“Un nuevo tipo de estructura familiar comienza a formarse entre los siglos VI y IX, no sin agudas tensiones entre el horizonte consuetudinario germánico y los ideales ascéticos de las autoridades eclesiásticas. La tendencia histórica en este sentido fue que la familia comenzó, lentamente, a transformarse en un grupo unitario corresidencial formado por una pareja y sus descendientes directos.” (Rojas Donat, 2005 p. 52)

“En la época del papa Gregorio Magno (590-604) y la del obispo Isidoro de Sevilla (560-636), momento en el cual la estructura familiar del Occidente medieval mantenía los rasgos que caracterizaban a la Antigüedad mediterránea. Entre esta época y la generación de Carlomagno (771-814) es notorio el cambio. Los administradores carolingios decidieron confeccionar registros de la población con la finalidad de perfeccionar la recaudación fiscal. Estos son los documentos que hoy utiliza el historiador para percibir el modo como estaba conformada la sociedad de la Europa occidental sometida a Carlomagno. El catastro registra unidades familiares compuestas por un grupo corresidente, de descendencia básica, patrón que se impone tanto a familias ricas como también a las pobres, diferenciándose tan sólo por su tamaño y, obviamente, por los recursos” (Rojas Donat, 2005 p. 52[iii])

La sagrada familia

La lucha de poderes de los siglos venideros ya no se encaminó tanto a la conformación de un modelo matrimonial como a la apropiación del rito matrimonial. La Iglesia se hará cada vez más partícipe del rito a partir del siglo XII y, en particular, después del concilio de Trento, celebrado entre 1545 y 1563:

“se aprecia que la intervención de la iglesia, antes del concilio de Trento, se hacía con dulzura: la Iglesia no buscaba su protagonismo en la ceremonia nupcial. Solamente se limitaba a reconocer el valor del compromiso, además de exigir, en los casos dudosos, su confirmación religiosa” (Ariès, 1982 p. 207)

“A partir del siglo XII, el problema ya no es el de la indisolubilidad. Esta fue displicentemente aceptada por la aristocracia y, sin duda, más espontáneamente aceptada por las comunidades rurales. De todas formas, la indisolubilidad fue, en adelante, definitivamente interiorizada […] Pero el problema, entonces, se desplazó. En adelante, a partir del siglo XIII, y sobre todo a partir del concilio de Trento, y en los países católicos, lo que contaba era la naturaleza pública e institucional del matrimonio.” (Ariès, 1982 pp. 208-209)

Será en dicho concilio que la Iglesia se abrogue la totalidad del rito, dictaminando inválidas todas las uniones celebradas por otras personas:

“El matrimonio fue, en virtud de los acuerdos de dicho concilio, elevado a la dignidad de sacramento, ratificándose así lo que ya se había apuntado cien años antes, en el Concilio de Florencia. Para consolidar los lazos matrimoniales, se acordó hacer del matrimonio una ceremonia pública de la mayor solemnidad y estatuir todo en forma tal que esta ceremonia sólo pudiera estar bajo el control de la Iglesia” (Lewinson, 1963 p. 214)

Es notorio por el estilo de los decretos, que las ceremonias todavía eran celebradas por los padres y otro tipo de sacerdotes; las nuevas normativas hablan explícitamente de dichas celebraciones y, en particular, del argumento de la tradición para celebrarlas de esta manera. El sacramento del matrimonio se instituye en la sesión XXIV, el 11 de noviembre de 1563. El Canon XII de dicho concilio estipula:

“Si alguno dijere, que las causas matrimoniales no ‘pertenecen a los jueces eclesiásticos; sea excomulgado” (Documentos del concilio de Trento, 1563/2011)

Mientras que en el capítulo I del decreto de reforma sobre el matrimonio del mismo concilio se establece:

“Los que atentaren contraer Matrimonio de otro modo que a presencia del párroco, o de otro sacerdote con licencia del párroco, o del Ordinario, y de dos o tres testigos, quedan absolutamente inhábiles por disposición de este santo Concilio para contraerlo aun de este modo; y decreta que sean írritos y nulos semejantes contratos, como en efecto los irrita y anula por el presente decreto.”  (Documentos del concilio de Trento, 1563/2011)

La voluntad del pater es minada, en el mismo capítulo, como sigue:

“se deben justamente condenar, como los condena con excomunión el santo Concilio, los que niegan que fueron verdaderos y ratos, así como los que falsamente aseguran, que son írritos los matrimonios contraídos por hijos de familia sin el consentimiento de sus padres, y que estos pueden hacerlos ratos o írritos; la Iglesia de Dios no obstante los ha detestado y prohibido en todos tiempos con justísimos motivos.” (Documentos del concilio de Trento, 1563/2011)

En todo el documento, por cierto, no menciona ni una sola vez el amor entre esposos, pero si es bastante claro en su condenación a los placeres extramatrimoniales, a lo que se dedica todo el capítulo VII “graves penas contra el concubinato”, que determina:

“Grave pecado es que los solteros tengan concubinas; pero es mucho más grave, y cometido en notable desprecio de este grande sacramento del Matrimonio, que los casados vivan también en este estado de condenación, y se atrevan a mantenerlas y conservarlas algunas veces en su misma casa, y aun con sus propias mujeres. Para ocurrir, pues, el santo Concilio con oportunos remedios a tan grave mal; establece que se fulmine excomunión contra semejantes concubinarios, así solteros como casados, de cualquier estado, dignidad o condición que sean […] Las mujeres, o casadas o solteras, que vivan públicamente con adúlteros, o concubinarios, si amonestadas por tres veces no obedecieren, serán castigadas de oficio por los Ordinarios de los lugares, con grave pena, según su culpa, aunque no haya parte que lo pida; y sean desterradas del lugar, o de la diócesis, si así pareciere conveniente a los mismos Ordinarios, invocando, si fuese menester, el brazo secular; quedando en todo su vigor todas las demás penas fulminadas contra los adúlteros y concubinarios.” (Documentos del concilio de Trento, 1563/2011)

De hecho, tanto eclesiásticos como laicos siguen pensando que es grave pecado aquello de amar a la esposa como a una amante, como se lee en el ensayo Sobre la moderación de Michel de Montaigne:

“La amistad que profesamos a nuestras mujeres es bien legítima; mas no por ello la teología deja de reglamentarla ni de restringirla. Paréceme haber leído en santo Tomás, en un pasaje en que condena los matrimonios entre parientes cercanos, la siguiente razón, entre otras, en apoyo de su aserto: que hay peligro en que la amistad que se profese a la mujer en este caso sea inmoderada, pues si la afección marital es cabal y perfecta, como debe ser siempre, al sobrecargarla con la afección que existe entre parientes, no cabe duda que tal a aditamento llevará al marido a conducirse más allá de los límites que la razón prescribe. […] El matrimonio es una unión religiosa y devota y he aquí por qué el placer que con él se experimenta debe ser un placer moderado, serio, que vaya unido a alguna severidad; debe ser un goce un tanto prudente mesurado. Y porque su misión principal es la generación, hay quien duda de si cuando estamos ciertos de no trabajar para ella, lo cual acontece cuando las mujeres son ya viejas o están en cinta, nos es lícito unirnos a ellas.” (Montaigne, 1592/ )

En Benedicti:

“‘El marido que llevado de un amor desmesurado acometiese tan ardientemente a sus mujer para satisfacer su concupiscencia que, aunque no fuese su esposa, igualmente la desearía, peca. Y parece que san Hierosme lo confirma cuando cita la frase de Sixto Pitagórico, que dice que el hombre que se muestra hacia su mujer más bien como un amante desbordante de deseo que como marido, es un adúltero… Porque no es necesario que el hombre haga uso de su mujer como de una meretriz, ni que la mujer se comporte con su marido como un amante: pues el santo sacramento del matrimonio ha de usarse con toda honestidad y recato’” (Benedicti, 1548 citado por Flandrin, 1982 p. 165)

O en el Dames galantes de Pierre de Brantome (1540-1614):

“‘Nuestras santas escrituras dicen que no hay necesidad alguna de que el marido y mujer se atraigan tan fuertemente: eso es muestra, más bien, de amores lascivos y desvergonzados; dado que al inundar su corazón con placeres lúbricos, continuamente los desean y a ellos se abandonan con tal intensidad que no profesan a Dios el amor que deben. Yo mismo he visto muchas mujeres que amaban de tal modo a sus maridos, y sus maridos a ellas, con un amor tan ardiente, que unas y otros olvidaban servir a Dios, pues del tiempo que se le debe a Dios, sólo le dedicaban aquel que les dejaban libre sus lascivos arrumacos’” (Brantome, citado por Flandrin, 1982 p. 166)

La familia también comenzará a ser objeto de los discursos de los teólogos y, pronto, de los decretos eclesiásticos, excomuniones y, desde luego, imposiciones inquisitoriales. Según Duby, por motivos de control de la población:

“Y los señores reconocieron muy pronto que una definición más rigurosa de la familia conyugal en el siglo XII, de la parroquia en el XIII, ayudaría a dominar más pronto a sus hombres. No hay ningún aspecto dela vida del campo que no tenga la marca de esas influencias limitantes.” (Duby, 1999 p. 98)

Se creará entonces el concepto de Sagrada familia: se trata, por supuesto, de la familia de Jesús: Jesús, María y José; que se convertirán, en adelante, en el modelo familiar que la Iglesia se esforzará por imponer. El modelo nos es conocido: José el carpintero: padre proveedor; María: la casta esposa obediente de su marido; y Jesús: el hijo ejemplar, y la aspiración de toda persona. El decreto del concilio de Nicea, según el cual, María fue virgen no sólo antes del nacimiento de Jesús, sino que permaneció virgen a perpetuidad –pese a haber tenido al menos otros seis hijos, según dicen los evangelios– se hizo pasar por la castidad conyugal a la que deben estar sometidos los esposos, limitando su interacción sexual erótica lo más posible. Concepto que hoy en día recibe el mote de “castidad conyugal”.

El concepto de sagrada familia será importantísimo, no por sus alcances medievales, que fueron limitados sino por lo que vendrá a ser: el modelo de familia actual, que no terminó de imponerse por vía eclesiástica sino estatal.

Por lo demás, los decretos eclesiásticos no lograron imponerse del todo, y de hecho, la mayoría de estas prácticas seguían ocurriendo hasta varios siglos más tarde; por lo que, en lo sucesivo, los concilios refrendarán una y otra y otra vez las mismas prohibiciones, imponiendo penas más severas en cada ocasión. Así el concubinato:

“El peso de la rutina no es menos perceptible en última instancia a principios del siglo XII por lo que se refiere a las prácticas matrimoniales. Se mantiene, en particular entre la aristocracia, la costumbre del concubinato” (Duby, 1999 p. 127)

Lo mismo que la autoridad del padre en asuntos de esponsales, como se lee en el libro tres de la serie Gargantúa y Pantagruel del célebre Rabelais:

“Padre agradabilísimo […] Pido a Dios verme antes muerto a vuestros pies que verme casado y vivo sin vuestro beneplácito. Jamás he oído de ley sagrada, profana o bárbara que deje al arbitrio de los hijos el casarse cuando no consienten, quieren y aconsejan sus padres, madres o parientes cercanos. Todos los legisladores han quitado a los hijos esta libertad para reservársela a los padres” (Rabelais, 1546/2007 pp. 297-298)

Inmediatamente después de este párrafo, por cierto, el autor lanza una dura crítica contra las injerencias de la iglesia en asuntos matrimoniales:

“Pues en mi tiempo a habido un país en el continente en el que no sé qué monjes ignorantes como topos, refractarios a las nupcias como los pontífices de Cibeles en Phrygia (esto si no eran capones en vez de galos llenos de lujuria), que han dictado leyes a los casados sobre el hecho del matrimonio. No sé que debo abominar más, si la tiránica presunción de aquellos topos levantinos que no se contienen dentro de las celosías y rejas de sus misteriosos templos y se entrometen en negocios diametralmente opuestos a su estado, o la supersticiosa estupidez de los casados que sancionaron y prestaron obediencia a las leyes tan malignas y bárbaras, no viendo lo que es tan claro como la estrella matutina, es decir, que estas leyes conyugales todas tienden a ventaja y provecho de los monjes y ninguna al de los casados, lo que era suficiente para hacerlas sospechosas de iniquidad y fraude” (Rabelais, 1546/2007 p. 298)

La razón quizá sea que, como sugiere Lewinson:

“No había barreras infranqueables: el sexo ha logrado siempre salvar estas cortapisas en una u otra forma” (Lewinson, 1963 p. 272)

La lucha de los nobles y la Iglesia en cuestiones matrimoniales no verá final, pues será truncada con el advenimiento de la burguesía al poder, tras las revoluciones del siglo XVIII, a partir de entonces, poco sabremos de la perspectiva de los nobles; la Iglesia, por su parte, se mantendrá en la misma posición, pese a que el contenido discursivo que sustenta sus decretos sí varíe hasta llegar a mediados del siglo XX al discurso “personalista”. No obstante, el naciente estado laico sustituirá a la Iglesia y la nobleza en la formulación de leyes y decretos, por lo que se convertirá en el nuevo constructor de la estructura familiar y el rito matrimonial, como veremos en el siguiente segmento.


[i] Además de otras mujeres y hombres antes mencionados.

[ii] En la primera epístola a los Corintios, Pablo afirma que mientras viva el otro cónyuge. Los eclesiásticos omitieron esta parte, y afirmaron que por ningún motivo. La razón: que un segundo matrimonio sólo podría tener intereses sexuales.

[iii] Rojas Donat (2005), entre otros autores, sitúan la conformación de esta guisa de núcleos familiares varios siglos antes de lo que el presente texto menciona; Duby (1999), Ariès (1982), entre otros, dan una fecha posterior y Flandrin (1982) una aún más tardía: Siglo XIV. El argumento del cual parten historiadores como Rojas son los mentados registros de población del siglo IX, al respecto, Duby afirma que es iluso suponer una transformación familiar a partir de dichos registros, pues se trata de un modelo de contabilidad de población que nada tiene que ver con las estructuras familiares reales de aquel entonces, y no existe evidencia alguna de que las familias se hayan constituido de esa manera. Puesto que el texto de Rojas es sólo una compilación y no una investigación formal, y en función de mis propias indagaciones he optado por seguir las propuestas de Duby y Ariès.

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