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Sitio web dedicado a la preservación del hábitat del Armandopithecus mexicanus inpudicum. Reserva de la exósfera.

De cazadas,cazados y otras cuitas I

Preámbulo
Llega el tiempo… y deja marcas el muy malvado. Un nobel dijo alguna vez “la juventud es una enfermedad que se cura con los años[i]”, eso demuestra claramente que los nobeles también dicen insensateces; la verdad es que envejecer es horrible, y como si no fuese suficiente, hay quienes tienen el mal gusto de echar en cara de sus familiares y amigos su penosa situación, celebrando ignominiosos ritos de transición como el himeneo.

En el último año me han tocado ya varios; antes de que termine el 2011 me esperan un par más y me aterra pensar en los que se avecinan los próximos tres años, cuando el reloj biológico de mis contemporáneas disminuya a la mitad sus posibilidades de seguir sobrepoblando este planeta.

Los hay, incluso, quienes han tenido la desvergüenza de exigirme un atavío adecuado a la solemnidad de la ocasión. Podría pensarse que se trata de un acto de compasión, algo así como “para que no sientas tan duro el viejazo, vístete como nunca lo haces y finge que eres otra persona”, pero eso sería pedir demasiado; se trata, antes bien, de no hacer sentir a los novios que son los únicos disfrazados.

La mayoría se conforma con asistir y embriagarse, pero yo soy de natural vengativo y puesto que los duelos ya no están de moda, me veo obligado a valerme de mis propias armas: las letras; poca cosa, dirían algunos, y quizá así sea, pero son muchas, tantas que he tenido que dividir el texto en cuatro partes.

¿En qué consiste la venganza? Bueno, la mayoría de la gente hoy en día se casa celebrando un rito más o menos similar: se entrega un anillo; se pide a la novia; se gasta un montón de dinero en una misa y una fiesta; al que le sobra, se va de luna de miel; cuando no es demasiado tarde, se esperan un rato y comienzan a formar una familia.

Todo esto nos resulta tan común que uno se siente tentado a pensar que siempre ha ocurrido de esta manera; pero esto no es así. El matrimonio y la familia son invenciones humanas, que nacieron en determinado momento por motivos, francamente, aterradores: se trata de sistemas de esclavización y compra-venta de mujeres, que se han venido transformando a lo largo de la historia hasta convertirse en lo que tenemos ahora.

El objeto de este texto es develar el origen y desarrollo de estas dos instituciones; a fin de hacer notar qué es lo que realmente conmemoran cuando lo celebran.

Espero que después de leerlo le encuentren sentido a la arenga del sacerdote en la misa –o a los fragmentos que alcancen a escuchar entre sueños– y a la epístola de Melchor Ocampo –si se las recitan–; el texto es largo, pesado y aburrido, así que si alguno de ustedes llega al final, cuénteme que le pareció o dejen un comentario cualquiera para saber qué no delezné las letras de mi teclado en vano.

Pero vayamos al grano…

Introducción

El 21 de diciembre de 1929, el Papa Pío XI publicaba su Carta Encíclica Divini Illus Magistri, exponiendo y esclareciendo la doctrina de la Iglesia Católica en lo que a la educación respecta. La encíclica era necesaria, en aquella ocasión –y como suele ocurrir con frecuencia–, en razón de las nacientes teorías de la educación que se desarrollaban paralelas a las investigaciones de los pedagogos[ii]; y se trataba, desde luego, de una acérrima y tajante oposición.
Por aquel entonces florecía también el socialismo –que ameritó sus propias encíclicas de repudio– y los eclesiásticos se hallaban francamente indignados ante el cariz que adquiría el mundo. El argumento con que la Iglesia se enfrentó contra estos dos acaeceres fue la familia.

La familia, decían, había sido creada por Dios, desde el principio de los tiempos, cuando mandó a Adán y Eva creced y multiplicarse[iii]; de ahí que tuviese “prioridad de naturaleza” sobre el Estado; por lo que la educación y las decisiones económicas competían a la familia y no a los gobernantes:

“Ante todo, la familia, instituida inmediatamente por Dios para un fin suyo propio cual es la procreación y educación de la prole, sociedad que por esto tiene prioridad de naturaleza, y consiguientemente, cierta prioridad de derechos, respecto de la sociedad civil” (Pío XI, 1929 p. 202)

La familia es una institución tan antigua y tan, a simple vista, universal que resulta difícil creer que se trate de una creación humana. Los desvaríos de la invención divina no son, desde luego, exclusivos de los eclesiásticos; hace algunos siglos, racionalistas y naturalistas, como Rousseau, imaginaron a familias nucleares cohabitando en cavernas, suponiendo el origen de la familia en tiempos prehistóricos:

“Las primeras exteriorizaciones del corazón fueron el efecto de un nuevo estado de cosas que reunía en una habitación común a maridos y mujeres, a padres o hijos. El hábito de vivir juntos hizo nacer los más dulces sentimientos conocidos de los hombres: el amor conyugal y el amor paternal. Cada familia fue una pequeña sociedad, tanto mejor unida cuanto que el afecto recíproco y la libertad eran los únicos vínculos.” (Rousseau, 1755 p. 39)

Investigadores de reconocido prestigio científico, no se quedan atrás, como Adovasio, Soffer y Page refieren:

“A principios de los años ochenta, Owen Lovejoy, de la Universidad Estatal de Ohio, publicó un artículo muy influyente: ‘The Origins of Man’ en Science, la prestigiosa revista de la asociación Americana para el Avance de la Ciencia, en el que argumentaba que los Australopitecos habían empezado a andar de manera bípeda con el fin de dejar libres las manos para cazar y acarrear comida. En su opinión, esa era la base de la familia nuclear. Era una vida pacífica y llena de amor, en la que se mostraba afecto y se compartía, y parecía indicar que había una línea directa, que se extendía a lo largo de millones de años a través de la evolución, y que unía ese modelo con el de la familia de la zona residencial del siglo XX en la que el papá sale todos los días a librar su batalla comercial mientras mamá se queda en casa para llevar a los ruidosos pero encantadores hijos al colegio y después se siente realizada mientras hace las tareas del hogar y sale a dar una vuelta” (Adovasio, Soffer y Page, 2008 p. 62)

Los autores no dejan de burlarse de esta hipótesis, pero unas páginas más adelante hacen exactamente lo mismo. En su opinión, sería imposible que Australopitecos formaran familias nucleares pero sin duda, los primeros homo sapiens sapiens lo hacían hace unos 45,000 años:

“La disminución del estrés general y la gracilidad que experimentaron las hembras mientras los machos continuaban siendo relativamente robustos implica que fue en esa época cuando el sexo masculino empezó a asumir la tarea de alimentar a su descendencia. La división del trabajo podría haber surgido en esta época de la mano del reparto habitual (incluso organizado) de la comida.
Así pues, se instauró el concepto de familia interdependiente y, a partir de entonces, dichas familias debieron de ir vinculándose con otras mediante los emparejamientos cruzados hasta desarrollar el concepto tan meramente humano del aprecio por la familia extensa. Empezaron a calificar individuos, por ejemplo, en términos de tíos o primos; personas en las que se sabía que se podía confiar. Otros pasaron a conocerse como abuelos y abuelas, pues la esperanza de vida aumentó con la disminución del estrés y la sustitución de los enfrentamientos peligrosos y puramente físicos con la naturaleza” (Adovasio, Soffer y Page, 2008 p. 191).

Así que, según parece, ya desde el Paleolítico se odiaba a la suegra y se le “arrimaba” a la prima… Y ni qué decir de los desvaríos del genetista Bryan Sykes y sus siete hijas de Eva: Tara, Helena, Katerine, Xenia, Jasmine, Velda y Ursula.

Pero, guasas aparte, la familia no es tan arcana como investigadores y el público en general lo suponen, de hecho, como veremos, es bastante reciente. Todos los argumentos antes expuestos emanan de la errónea proyección del presente en el pasado, error en el que es fácil caer, y que ha sido denunciado por los historiadores desde hace algún tiempo. El historiador Georges Duby, por ejemplo, no pudo sino acusar de ingenuos los estudios de Christian Pfister sobre Roberto el Piadoso y en particular su matrimonio con Bertha, en el año 1000, por suponer pasión en ello:

“Pero a nuestros ojos esa interpretación parece ingenua e imprudente, puesto que investigaciones recientes nos permiten entrever que en la época de Roberto el matrimonio, asunto que atañía a toda la parentela, se concertaba sin intervención de los sentimientos de los contrayentes, puesto que es difícil para nosotros imaginar al hijo del rey de Francia escogiendo a su esposa, la madre del futuro soberano, sin el consentimiento de su padre; si lo hubiese hecho, el padre no hubiera sentido tristeza sino ira. En suma, en el siglo X el amor –o lo que hiciera las veces de amor– no era idéntico al sentimiento que Pfister y sus contemporáneos designaban con ese nombre, y sobre todo no desempeñaba la misma función en las relaciones sociales” (Duby, 1999 p. 45)

Esto, desde luego, puesto que como afirma Charles Blondel:

"Sería imposible obstinarse en determinar de plano maneras universales de sentir, de pensar y de actuar" (Blondel, 1928; citado por Duby, 1974)

Con todo, nos seguimos y seguiremos encontrando con dichas proyecciones. Pero, antes de seguir, habrá que empezar por esclarecer qué es una familia: Una familia, en términos sencillos, es una forma de organización social determinada en función de los lazos de parentesco.

Por supuesto, puesto que existe un sinfín de formas de organización social y de regulación de los lazos de parentesco, no hay razón alguna para suponer que la nuestra es la única que ha existido desde tiempos de las cavernas. Nada hay de natural en nuestras familias[iv], absolutamente nada en nuestra biología nos obliga o siquiera incita a vincularnos como lo hacemos hoy en día. La familia no supera las dos pruebas mínimas de determinación de elementos orgánicos o propios a la especie, a saber: universalidad y atemporalidad; de lo que se desprenden un par de consecuencias: primero, que no estamos biológicamente obligados a vivir y vincularnos como lo hacemos: la manera en que nos relacionamos con la sociedad y, en particular, con nuestra parentela se encuentra dentro del dominio de la volición humana. Segundo, que se puede indagar respecto del origen y desarrollo de la familia como institución social.

El estudio de los ritos de conformación familiar es sumamente importante porque detrás de todo rito, como afirmaba Eliade, se encuentra un mito, y a todo mito subyace una ideología, es decir, una manera de entender la vida, al humano y su lugar en el mundo[v]. Entender a la familia es entender una parte importante de la manera como construimos nuestro pensar, sentir y vivir el mundo: una forma de entendernos a nosotros mismos.

El matrimonio, de suyo, es el rito por excelencia que hoy en día da origen a una familia. La unión matrimonial es un rito de paso hacia un nuevo estado del individuo ante la sociedad; su carácter es público, en el sentido tanto de la legitimización de una unión ante un grupo (la parentela y amigos), como de la legitimización de dicha unión ante un poder: el Estado o la Iglesia; y privado, en el sentido de una transformación identitaria[vi] del individuo, resultado de dichas legitimizaciones y de los derechos y obligaciones que adquiere tras el rito.

Hace no mucho tiempo, por mencionar un ejemplo de la transición identitaria, las mujeres cambiaban su apellido una vez pasado el rito transicional, la costumbre cayó en desuso tras las denuncias feministas, pero convertirse en “fulana-de-López” era una aspiración entre muchas mujeres y un apelativo altamente valorado.

Dichos ritos de transición son descomunalmente antiguos; la mayoría de las sociedades los poseen, es probable que desde el Neolítico, tras el descubrimiento de la participación masculina en la procreación; empero, los ritos, mitos y contenidos ideológicos que representan difieren entre una y otra sociedad; el nuestro tiene un origen notoriamente romano pero no terminó de configurarse, tal y como lo conocemos ahora, sino hasta hace unos cincuenta años. Pero comencemos por el principio.

Familia gremial

Conforme más nos remontamos en la historia de la humanidad: más se difuminan los lazos de parentesco y las estructuras familiares, y las formas de organización social nos resultan más ajenas e incomprensibles.

La paternidad, es decir, la participación del padre en la procreación y, con ello, su obligación para con un grupo determinado de individuos: su esposa o hijos, era sencillamente imposible en los inicios de la humanidad y durante varios milenios más tarde, ¿Por qué? Comencemos por ubicarnos en el tiempo:

Los humanos comenzamos a infestar este planeta hace unos 200,000 años, más o menos. Según los análisis de ADN mitocondrial, el antecesor femenino común a toda la humanidad fue una mujer africana que vivió hace cerca de 200,000 años, a la que se conoce como la Eva mitocondrial. Nuestro antecesor masculino común, determinado por el cromosoma Y, también llamado Adán cromosómico, no es tan antiguo, está datado entre el 60,000 y el 90,000 a.e.c.

Las características del hombre actual pueden ser datadas hasta aquellas fechas, pero el ser humano no está, con exclusividad, biológicamente determinado. Si bien, sus potencialidades anatómico-fisiológicas se encontraban en idénticas condiciones que las nuestras, el desarrollo del hombre actual es bastante más cercano; la mayoría de los especialistas lo sitúan entre el 50,000 y el 40,000 a.e.c. fecha en que el hombre dejó de fabricar exclusivamente herramientas que le permitiesen sobrevivir y comenzó la construcción de objetos y representaciones simbólicas que iban más allá de sus necesidades, es decir, comenzó a desarrollar cultura: a buscar razones a existencia e inventarse un lugar en el mundo: una cosmovisión. A partir de este momento dejamos de llamarlo homo sapiens y lo llamamos homo sapiens sapiens.

Ahora bien, la filiación materna es más que evidente, pero la filiación paterna no pudo haberse conocido hasta, por lo menos, el 10,000 a.e.c. por, cuando menos, cinco razones:

La primera y más clara es que no todos los coitos producen embarazos; la segunda, que entre el coito, la fecundación y el parto hay 40 semanas de distancia. La tercera, cuarta y quinta se esconden hoy a nuestra mirada en razón de nuestros prejuicios morales: La tercera estriba en que, biológicamente hablando, no existe razón alguna por la cual no tener relaciones sexuales coitales durante el embarazo; eso deviene de prohibiciones bíblicas establecidas cuando menos 34,000 años después en un pequeño grupo humano y que no se hicieron valer a la humanidad sino hasta hace unos cuantos siglos, de lo que se deduce que durante el embarazo se tenían relaciones sexuales coitales haciendo imposible relacionar el coito con el embarazo; la cuarta estriba en que tampoco existe ninguna razón biológica –ni psicológica ni, a decir verdad, ética– para la monogamia, pues no existió monogamia femenina sino hasta 30,000 años después, ni masculina hasta hace unos 900 años; y la quinta que tampoco existe ninguna razón orgánica para la heterosexualidad exclusiva, que nace mucho después, por lo que se entiende que en aquella época se vivió en franca y alegre promiscuidad.

El embarazo era cosa de poderes femeninos y el erotismo cuestión de placeres y satisfacción de necesidades fisiológicas. En el imaginario colectivo de nuestros antepasados ambas situaciones no estaban ligadas. Por lo que resulta imposible la existencia de una figura paterna, como la entendemos ahora.

Con todo, puesto que el humano vive siempre en sociedad es improbable que los individuos vagasen solitarios, o que un macho alfa dominara un grupo de hembras que los demás le disputasen –como los leones, por ejemplo.

Puesto que el humano no es otra cosa que un primate, lo más probable es que viviese a la manera de los primates: en grupos o gremios cooperativos con responsabilidades compartidas; en los que, muy probablemente,  las mujeres poseerían un carácter sacro en razón de su poder generativo, por lo que jugarían roles considerablemente importantes.

Por supuesto, no podemos hablar de la existencia de matriarcados[vii] como los supuestos por Bachofen, pues no hay evidencia alguna de ello. Pero existen otros dos conceptos que nos dan una idea de la manera como podrían haberse organizado en aquel entonces: matrilinealidad y matrilocalidad.

La matrilinealidad, sencillamente, implica que la descendencia, es decir, los hijos eran reconocidos como propios –no por fuerza en el sentido de propiedad– de la madre, pues ésta era la única filiación evidente. La matrilocalidad, por su parte, implica que la madre –quizá la más anciana– agremiaba a su alrededor al grupo social, acogiendo a los nuevos miembros, como ocurre, por ejemplo, con los bonobos: la especie primate genéticamente más cercana al hombre.

¿Existe evidencia de ello? A ciencia cierta, no la existe; pero todo apunta a ello; ante todo el sentido común que, desde luego no es evidencia de nada y que suele estar sesgado por nuestra manera de entender el mundo. La deducción que nos conduce a suponer matrilinealidad y matrilocalidad se origina de razonamientos que parten del supuesto de que la reproducción, la supervivencia, la nutrición o inclusive los placeres ocupaban un lugar primordial en la cosmología de nuestros antepasados. El argumento nos resulta racional puesto que suponemos un hombre tratando de explicar el origen de las cosas y proyectando su propio origen el mundo.

Pero hay cuando menos dos piedras en ese zapato; la primera: que la noción de causalidad podría ser tardía; la suposición de causalidad nos es evidente hoy pero no siempre ha sido así y los niños no realizan esas deducciones “naturalmente”, es decir, sin aprendizajes previos; de lo que se desprende que el hombre buscando las razones y causas de sí y de su entorno, podrían ser una proyección de nuestra propia búsqueda de sentido. No obstante, no conocemos grupo humano alguno que no haya construido una cosmovisión, por lo que es sumamente probable que nuestros antepasados lo hayan hecho también. Segundo, que nos centramos en la construcción de una cosmovisión a partir de la sexualidad (en un sentido reproductivo) y esa fijación por los aspectos sexuales podría ser también proyección de nuestras propias fijaciones resultado de nuestra historia sexualmente represiva[viii]; empero, puesto que los rasgos sexuales se encuentran particularmente acentuados en el arte Paleolítico, podemos suponer que fueron parte de sus cosmovisiones. De cualquier manera hay que tener presente que nos encontramos en el campo de la especulación.

Existen, por supuesto, algunos otros indicios, ciertamente, más velados; si se observa, por ejemplo, el texto de La Odisea, de Homero, uno de los textos más antiguos que poseemos; nos encontraremos ante el relato de los diez años que Odiseo o Ulises, tardó en regresar a su hogar después de la guerra de Troya. En casa, su esposa Penélope, lo espera asediada por un gran número de “pretendientes” que ansían el trono de Odiseo y la urgen a decidirse por uno de ellos. Cuando, finalmente, Odiseo regresa a su hogar, con ayuda de su hijo Telémaco, se desasen de los pretendientes y el rey recobra su trono.

Ahora bien, desde hace siglos la historia de Penélope se utiliza como ejemplo de la castidad, pues durante diez años espera la vuelta de Odiseo sin ceder ante los pretendientes. Pero pocos, Eva Cantarella (1991) entre ellos,  se han preguntado, por qué los pretendientes asedian a Penélope; y la repuesta, según la autora[ix], estriba en la ligación de la mujer a la tierra: únicamente quien se case con la reina puede convertirse en el rey, pues ella es, en realidad, no quien detenta el poder sino quien simboliza el espacio; lo cual nos habla de una antigua matrilocalidad.

Ahora, es evidente que en los primeros milenios de la historia de la humanidad no existían las familias como las conocemos ahora; únicamente podemos hablar de gremios comunales escasamente organizados y, por supuesto, tampoco existía matrimonio alguno. Es probable que existieran otros ritos de paso, puesto que todas las sociedades humanas tienen esta suerte de ritos. Quizá, en un principio, para las mujeres, el parto constituía la esencia misma del rito, o quizá lo fuese el inicio de la menstruación (no por su relación con sus posibilidades reproductivas sino por mero acontecimiento inexplicable y exclusivo de la femineidad); para los hombres no podemos saberlo, y especular nos llevaría a aberraciones como las de Doris Lessing en su novela La grieta.

Los ritos de tipo matrimonial no pueden haber existido con anterioridad a la Revolución Neolítica, la domesticación de los animales y el conocimiento de la participación masculina en la procreación. Algún rito de paso debe haberse creado por aquel entonces, muy probablemente, como en las antiguas civilizaciones ocurría, dicho rito consistiese en uniones coitales acompañadas de simbolismos de fertilidad.

Unos milenios más tarde, entre el 4000 y el 1200 a.e.c., las cosas cambiarán: la condición sacra de las mujeres generadoras se transformará y paulatinamente se convertirán en esclavas, ¿Por qué? Hay varias hipótesis, aunque a mí me resulta cómodo agruparlas en tres grupos: geográficas, económicas y bélico-expansionistas.

Con geográficas, más que a un tipo de terreno, me refiero a las que parten de la revolución Neolítica: el sedentarismo, el descubrimiento de la agricultura y la ganadería como punto de transición. Según éstas, cuando nuestros antepasados, finalmente, descubrieron la agricultura pudieron dejar de vagar por la tierra en busca de alimentos y se establecieron en valles fértiles. Al poco, se desarrolló la ganadería y los hombres descubrieron la participación masculina en la procreación.

Tal descubrimiento resultó en la aparición de los primeros dioses masculinos, los primeros sacerdotes y presbíteros varones, que se adjudicaron el poder sometiendo a sus contrapartes femeninas que se convirtieron en incubadoras ambulantes con las cuales se podía mercar.

Pero esta explicación es antigua, se elucidó antes de que existiera la datación por radiocarbono y mucho antes de la corrección de la misma por dendrocronología. Pese a que aún cuenta con sus seguidores, hoy sabemos que la aparición de los primeros dioses masculinos ocurre entre el 6,000 y el 6,500 a.e.c.; el descubrimiento de la agricultura puede datarse entre el 11,000 y el 7,000 a.e.c.[x]; la domesticación de animales de pastoreo es, más o menos, simultánea a la agricultura: el perro fue domesticado hacia el 15,000 a.e.c., le siguieron la cabra y la oveja hacia el 10,000 y las vacas y el cerdo hacia el 8,000. Es bastante probable, por tanto, que, con el tiempo, la domesticación de animales haya resultado en el descubrimiento de la participación masculina en la procreación[xi]; no obstante, esto no devino en el sometimiento de la mujer, pues en la mayoría de los asentamientos y posteriores ciudades en las que ya se practicaba la agricultura, seguimos encontrando a las mujeres en condiciones de igualdad ante sus contrapartes masculinas.

No, el fruto de dicho descubrimiento no fue el sometimiento de lo femenino sino la sacralización del acto sexual erótico-reproductivo. La mujer cedió su puesto de divina creadora y éste fue ocupado por el erotismo. Aparecen entonces las parejas sagradas y Eros como un gran dios creador; florecen ritos coitales de fertilidad, que permanecerán en las sociedades agrícolas por milenios y milenios. Guerra y sometimiento femenino serán posteriores.

Las teorías económicas se subdividen, a su vez, en varias versiones, algunas de ellas bastante absurdas. Éstas también ponen a la Revolución Neolítica como punto de partida, pero la entienden como causal indirecta.

Según sus seguidores, el sedentarismo resultó en un desarrollo económico sin igual, lo que despertó la envidia de los vecinos menos desarrollados –muy probablemente de sus vecinos del sur– por lo que fue necesario construir defensas contra los constantes asedios, desarrollar ejércitos, murallas y armas. Los guerreros se convirtieron en gobernantes y sometieron a sus contrapartes más débiles: las mujeres, para tener un abasto constante de soldados.

Quienes se empeñan en hacer imperar la economía como el determinante fundamental de la transición histórica sugieren cosas sumamente lógicas como que:

“En determinado momento de la Prehistoria, la población habría superado el umbral máximo permitido por los recursos, y la sociedad se vio forzada a incrementar la producción. Como las posibilidades de expansión de la tecnología cazadora-recolectora eran muy limitadas, la única salida habría sido la agricultura y, en menor medida, su complemento ganadero” (Arias & Armendáriz, 2000 p. 40)

Me parece bastante más probable que la costumbre de los economistas de explicar las crisis económicas después de ocurridas haya afectado su proceso de razonamiento lógico, pues en su explicación se confunden las causas y los efectos. No niego que sea posible que, reunidos en sus cuevas, nuestros antepasados se plantearan la insuficiencia de lo que cazaban y recolectaban para mantener a una creciente población, cuando de repente a alguno se le ocurriera: “¡Hey!, ¿Y si inventamos la agricultura?”, pero sí me parece poco verosímil.

Otros adscritos a las teorías económicas sugieren que no fue cosa de envidias, sino un proceso obligado fruto del desarrollo económico. Según dicen, con el tiempo, tendría que haber surgido la división del trabajo y con ello las jerarquías y las castas sociales, los cerdos capitalistas y los socialistas resentidos. Los magnates que se hicieron del poder agremiaron a su alrededor ejércitos con los cuales hacer valer sus privilegios; y puesto que aquello de la guerra es cosa de hombres fuertes, las mujeres quedaron relegadas del poder y con el tiempo convertidas en esclavas.

Ahora bien, esta explicación adolece de lo mismo que la anterior: la datación. Pues sabemos de la existencia de ciudades con cuando menos diez mil años de antigüedad, como Çatal Hüyük o la Creta minoica, con división del trabajo, agricultura y prosperidad; y por ningún lado se encuentran los vestigios de las grandes guerras y batallas libradas hasta varios milenios después.

Pero hay un tercer grupo de hipótesis: las bélico-expansionistas, ideadas y sostenidas por antropólogos como Marija Gimbutas o arqueólogos como James Mellaart.

Según Gimbutas, en el Oriente Medio y Europa se desarrolló lo que podría considerarse como una cultura de la Diosa que, con el tiempo, se fue haciendo cada vez más compleja; dicha cultura, próspera y prolífica en descubrimientos tecnológicos fue eventualmente devastada por un grupo alterno: un grupo de pastores seminómadas que se desarrolló al sur de Rusia, denominados “Kurganes”. Se trataba de tribus guerreras, acostumbrados a la caza y la vida en las duras y frías estepas rusas, en palabras de Gimbutas:

“El creciente impulso cultural del V milenio en las sociedades europeas fue frenado, sin embargo, por la agresiva infiltración y posterior asentamiento de pastores seminómadas, antepasados de los indoeuropeos, que irrumpieron en la mayor parte de la Europa central y oriental durante el IV milenio a. de C. La cerámica coloreada y el arte escultórico de la incipiente civilización de la Vieja Europa se desvanecieron rápidamente; sólo sobrevivieron sus tradiciones en el Egeo y en las islas hasta finales del III milenio a. de C.” (Gimbutas, 1991 p. 10)

La teoría de Gimbutas causó toda una revolución en el estudio de la Prehistoria; hasta ese entonces, los indoeuropeos eran tenidos por los grandes desarrolladores de la cultura europea, los iniciadores de las grandes ciudades y desarrollos tecnológicos: los antepasados de los imperios babilonio, persa, egipcio, hitita, mesopotámico, etcétera…

Gimbutas revelará a estos grupos como invasores y destructores de una próspera cultura precedente; en tres incursiones cada vez más devastadoras acaecidas entre el 4300 y 4200 a.e.c.; el 3400 y el 3200 a.e.c. y el 3000 y el 2800 a.e.c.

Los desarrollos alcanzados por las culturas fruto de la revolución neolítica serán barridos en una clara y progresiva ola de destrucción, que parte de las estepas rusas hacia el resto de Europa, sumiendo a la humanidad en un periodo de oscurantismo cultural del que eventualmente surgirán los grandes imperios asiático-orientales y, tiempo después, la Antigua Grecia.

Los protoindoeuropeos, más allá de los grandes creadores, anteriormente loados por importantes investigadores como el arqueólogo Gordon Childe e idealizados por personajes como Aldolf Hitler, quien tomará de ellos el término “Arios”, poco contribuyeron al desarrollo cultural de la humanidad. Pues como sugirió el especialista indoeuropeo J.P. Mallory:

“es que de hecho hay pocos, si los hay, logros culturales atribuibles a los protoindoeuropeos, ya que […] los vemos principalmente ‘en actitud de destruir culturas anteriores’” (Mallory, 1989 citado por Eisler, 2000 p. 92)

La transición hacia una cultura de dominación, en el que la mujer será sometida y esclavizada, según esta perspectiva, a la que personalmente me adscribo, será resultado entonces de un proceso de incursión bélica y expansión de un grupo guerrero ajeno a las culturas que nacieron con la revolución neolítica; y, por tanto, no es resultado de un proceso de transición natural hacia un estado cultural más desarrollado o complejo.

Desde luego, a este periodo de nuestra historia –o prehistoria, si así lo desean– sólo podemos acceder por especulación y suposición a partir de evidencias limitadas. Lo cierto es que hubo una transverberación de la condición femenina entre el 4,000 y el 1,200 a.e.c., contemporánea a la aparición de los pueblos indoeuropeos.

Testigos de este cambio, las Leyes del Rey Urukagina, del 2350 a.e.c. nos hablan de las restricciones femeninas en tanto al número de parejas que podía tener y nos dan luz sobre las vías por las cuales las mujeres fueron llevadas a la esclavitud:

“Las mujeres de antes tenían dos hombres, [pero] las mujeres de hoy evitan este crimen” (Ukg 6: iii 201-24)

“Cuando una mujer contra un hombre diga: [...] la boca de esa mujer será aplastada con un ladrillo cocido, [y] ese ladrillo cocido se colgará en la puerta de la ciudad” (Ukg 6: iii. 14-19).

El especialista en pueblos indoeuropeos Georges Dumezil, nos habla de las estructuras sociales características de estos pueblos: suelen encontrarse divididos en tres clases sociales: Sacerdotes, guerreros y campesinos, a las que habría que aunar a los esclavos pero que, por supuesto, en aquel entonces no podrían ser considerados como clase social puesto que se trataba de propiedades y, en tal caso, habría que considerar como clase social al ganado, las tiendas u objetos que poseyesen.

Resulta sencillo reconocer la influencia de un pueblo indoeuropeo por tener invariablemente esta distribución social tripartita imbricada no sólo en la sociedad sino en la cosmogonía y en sus actividades diarias. Cuatro grupos indoeuropeos tienen dichas características notoriamente acentuadas, y se subdividen en función de la región en la que habitaban: la región India, la región del Medio Oriente, la región de Roma y la germano-escandinava.

Ahora bien, lo que nos interesa de estos pueblos es su noción sobre la familia y el matrimonio y, en particular, el rol que la mujer juega en ambos.

Los indoeuropeos tampoco conforman familias como las conocemos ahora. Para entender la regulación social de los lazos de parentesco entre los grupos indoeuropeos hay que entender el rol femenino: la mujer es un objeto; un vientre que se emplea para la propagación de la hueste familiar y para la fabricación de soldados.

Puesto que se trata de un objeto, las mujeres son propiedad de alguien y este alguien suele ser un patriarca que posee derecho absoluto sobre ella; y de la misma manera que con los objetos: las mujeres se compran, se venden, se prestan, se intercambian, rentan y utilizan. Los patriarcas pueden tener todas cuantas puedan mantener, por lo que se trata de sociedades poligínicas.

Se entiende, de esta forma, que en código de Hammurabi (1793 a.e.c.), la violación o rapto de una mujer se pague compensando al dueño de la misma; que la muerte de una hija se pague matándole una al agresor y no haya reparación alguna para con la mujer; o que al raptar o violar una mujer: el raptor la adquiera como esposa.

Se entiende también la importancia de la virginidad, pues quien compra una mujer lo hace para obtener descendencia y la única manera de asegurarse de que la descendencia es propia, en el caso del varón, es que la mujer no haya tenido contacto sexual con nadie más; de ahí que el rapto o violación de una mujer virgen se pague más caro que el de una mujer ya utilizada.

Uno de los descendientes directos de los indoeuropeos es el pueblo hebreo. Los hebreos poseen todos los rasgos característicos de las sociedades indoeuropeas:

“La estructura de la familia entre los antiguos hebreos era polígama, como entre otros pueblos antiguos del Medio Oriente. Los hombres que podían permitírselo mantenían a numerosas esposas y concubinas, y la monogamia era común por causa de pobreza, no de principio” (Brundage, 2000 p. 71)

Si por casualidad un día leen su Biblia y leen la historia Abraham, se encontrarán con que decidió casarse con una tal Saray –más tarde Sara– y que:

“Estando ya próximo a entrar en Egipto, dijo a su mujer Saray: ‘Mira, yo sé que eres mujer hermosa. En cuanto te vean los egipcios, dirán: ‘Es su mujer’, y me matarán a mí, y a ti te dejarán viva. Di, por favor, que eres mi hermana, a fin de que me vaya bien por causa tuya, y viva yo en gracia a ti.’ Efectivamente, cuando Abram entró en Egipto, vieron los egipcios que la mujer era muy hermosa. Viéronla los oficiales de Faraón, los cuales se la ponderaron, y la mujer fue llevada al palacio de Faraón. Este trató bien por causa de ella a Abram, que tuvo ovejas, vacas, asnos, siervos, siervas, asnas y camellos. Pero Yahveh hirió a Faraón y a su casa con grandes plagas por lo de Saray, la mujer de Abram. Entonces Faraón llamó a Abram, y le dijo: ‘¿Qué es lo que has hecho conmigo? ¿Por qué no me avisaste de que era tu mujer? ¿Por qué dijiste: ‘Es mi hermana’, de manera que yo la tomé por mujer? Ahora, pues, he ahí a tu mujer: toma y vete.’ Y Faraón ordenó a unos cuantos hombres que le despidieran a él, a su mujer y todo lo suyo.” (Génesis 12; 11-20 EBJ, 1998 p. 27)

La historia se repite en Génesis 20, pero esta vez no es el faraón sino Abimélec, y sólo Dios sabe cuantas veces más lo habrá hecho. El asunto, claro, se presta a comicidad pues como dice Voltaire:

“Sara sólo tenía entonces sesenta y cinco años; pero teniendo como tuvo veinticinco años después un rey por amante, bien pudo veinticinco años antes inspirar amor al faraón de Egipto.” (Voltaire, 1764)

Pero no hay que perder de vista que Abraham prostituye a su esposa. Algo similar ocurre con su sobrino Lot, cuando por defender a dos perfectos desconocidos que conoció ese mismo día, manda a sus hijas –que por ser tan poca cosa no llegan ni a nombre– a ser violadas por un grupo de lascivos sodomitas, a la voz de:

“Por favor, hermanos, no hagáis esta maldad. Mirad, aquí tengo dos hijas que aún no han conocido varón. Os las sacaré y haced con ellas como bien os parezca; pero a estos hombres no les hagáis nada, que para eso han venido al amparo de mi techo.” (Génesis 19; 7-8; EBJ 1998 p. 33-34)

Acostumbrados como estamos a entender las relaciones de pareja como las vivimos actualmente no resulta fácilmente comprensible esta situación. Las cosas resultan más claras cuando se entiende la condición femenina en el pueblo hebreo y en la generalidad de los pueblos indoeuropeos.

Ahora bien, los pueblos indoeuropeos y sus descendientes sí tienen matrimonio; pero como la condición de los hombres y la condición de las mujeres es descomunalmente distinta en su sociedad, su matrimonio posee implicaciones distintas para ambos. Para el varón, la adquisición de una mujer constituye un rito de transición: quien adquiere una mujer comienza su propio gremio: dejará de ser parte de un grupo dirigido por un patriarca y se convertirá en uno, por lo que su estatus ante la sociedad cambia. Las mujeres, por su parte, al ser tenidas por objetos, no viven un rito de transición sino un cambio de propietario; dejarán de pertenecer a su padre o a su anterior marido y pasaran a ser propiedad de otro sin que su estatus de objeto de compraventa se modifique. Los matrimonios indoeuropeos son, sencillamente, transacciones de compra, venta y renta de mujeres, por lo que existen tantos tipos de matrimonios como formas de transacción mercantil posea la sociedad.

Ante todo hay dos categorías: renta y venta. La renta implica que por un periodo determinado, a cambio de una cantidad, la mujer pasará a manos de otro dueño, pero sin dejar de ser propiedad del primero; será sólo un dueño parcial. La venta implica un cambio de dueño positivo. El matrimonio indoeuropeo tiene estas mismas formas: comprar, rentar o robar.

Comprar implica una transacción mercantil cualquiera, un hombre adquiere a una mujer como suya; o también puede usucapirla: utilizarla durante un periodo determinado sin que se la reclamen le da propiedad sobre la mujer; desde luego, existe también el robo que, en materia de mujeres, se llama rapto; esto no está permitido puesto que se trata de una violación a la propiedad de otro, así que las leyes exigen el pago compensatorio al dueño de la mujer robada; finalmente, está el simple acuerdo o préstamo: el matrimonio por mutuo acuerdo, no de la pareja sino de los mercantes, que suelen ser los padres o patriarcas.

Rojas Donat, nos refiere al matrimonio germano, en el que la propiedad de una mujer o el poder que el varón detenta sobre ella recibe el nombre de Mundt. Existen tres formas de matrimonio: por compra, por rapto y por común acuerdo: los varones pueden comprar el mundt de una mujer, robarla y adquirirlo, o apropiarse de ella con su consentimiento –que seguramente también ocurría–, pero no con consentimiento del dueño anterior, por lo que en realidad el nuevo dueño nunca adquiría el mundt de la mujer:

“a) Compra (Kaufehe): La compra de la novia era parte de un acuerdo entre dos familias, por lo que un intercambio de propiedad era esencial. Este proceso de compra contenía tres etapas: 1. Se iniciaba con un acuerdo (Muntvertrag) entre el pretendiente o su padre y el padre o tutor de la novia, referido a la compensación que la familia del novio debía pagar a la familia de la novia. 2. Le seguía una transferencia pública (anvertrauung) de la novia al jefe de la familia del novio. 3. Venían, a continuación, unos esponsales rituales (Trauung), consistentes en que los miembros del clan de la novia se colocaban a su alrededor para testimoniar la transferencia e indicar que consentían en ella. La transferencia no implicaba solamente la entrega física de la mujer, sino también de un poder legal (Munt, mundium) sobre ella al marido y a su grupo familiar. La mujer abandonaba su familia y quedaba integrada en otra. Este tipo de matrimonio era el más escogido.” (Rojas Donat, 2005 pp. 50-51)

“c) Consentimiento mutuo (Friedelehe): El consentimiento de ambos generaba un matrimonio válido. Este contrato fue, al parecer, una derivación del rapto pero con la aquiescencia de la mujer, pero no de su familia. Entonces, se diferenciaba de la compra porque faltaba, en primer lugar, el acuerdo de noviazgo o llamado también de dote y, en segundo lugar, faltábale al marido la transmisión del Munt sobre la novia. Faltando éste, la mujer seguía perteneciendo a su familia de origen, aunque viviera con su marido, miembro de otra familia” (Rojas Donat, 2005 p. 51)

Este es el verdadero origen del matrimonio: ritos de paso y transacciones de compra y venta de mujeres. Con todo, de aquí no parten nuestras actuales familias, sino de otros descendientes de los indoeuropeos: los romanos. Que formaban matrimonios de manera sumamente similar pero que a diferencia de los pueblos seminómadas anteriores: sí tenían familias.

Familia romana

Los antiguos romanos vivían bajo un sistema de organización social piramidal constituido por células de organización de los lazos de parentesco llamadas familias; este es el origen de nuestras familias actuales, pero en definitiva aquellas familias no eran del todo como las nuestras.

La palabra familia tiene origen latino; procede del latín “familia” que es la forma plural de “famulus”, que significa esclavo[xii] (Corominas, 1983); la palabra viene de “fame” que significa hambre, pues hambrear a los cautivos para obligarlos a trabajar era el sistema de esclavización romano. La familia era un sistema de esclavitud.

Se trataba de un numeroso grupo de personas bajo el dominio absoluto de un padre: el paterfamilias. La palabra padre viene del latín pater que significa dueño; y este padre de familia poseía y ejercía un poder absoluto sobre su familia denominado patria potestad, que significa “poder de dueño”. El pater era dueño de toda su parentela hasta su muerte, cuando los hijos podían emanciparse. Mientras hubiese un pater vivo, todo hijo o filiusfamilias era propiedad de su padre.

La patria potestad es un poder irrestricto, el pater es dueño absoluto de su familia, por tanto, tiene derecho absoluto sobre el cuerpo, la vida y el trabajo de todos sus miembros. Puede venderlos, rentarlos, utilizarlos a su antojo e inclusive matarlos sí así lo desea.

En aquel entonces, las familias eran bastante numerosas, no sólo la esposa y los hijos formaban parte de ella –el pater no era parte de la familia puesto que no era propiedad de nadie sino el propietario–, también eran parte de su propiedad las esposas de sus hijos y los hijos de sus hijos, las concubinas y concubinos, sirvientes y esclavos de muy distintas clases, inclusive el ganado se consideraba parte de la familia; se entiende, por ello, que el tamaño de la familia variaba en función del poder económico del pater: quién pudiese sostener un mayor número de personas –un mayor número de esclavos, por ejemplo– tenía una familia más grande, que en ocasiones llegaba a aglomerar a cientos de personas.

“Los miembros libres de la familia, de la que (junto a los descendientes del paterfamilias, la esposa de éste y las esposas de sus descendientes) formaban parte –en el sentido de que estaban sometidos al poder personal del pater– también los esclavos, así como las personas que, nacidas libres y aun permaneciendo formalmente como tales, se encontraban respecto a él en situación de esclavitud de hecho; por ejemplo, los hijos de otro a él vendidos (generalmente, como pago de una deuda) o entregados a él por el padre, para que liberase de la responsabilidad derivada de un acto ilícito cometido por éste” (Cantarella, 1997 pp. 65-66 ntpp.)

“La familia romana significaba un hogar, no una familia en el sentido moderno, y los hogares tenían una gran variedad de formas y tamaños. Entre los ricos y poderosos, el hogar a menudo incluía a centenares e personas y de cosas: hijos, sirvientes, esclavos, ganado y otras propiedades, todos ellos formaban parte de la familia. Pero el paterfamilias no formaba parte de la familia, aunque su esposa y sus hijos fuesen miembros de ella y, como los sirvientes y los esclavos, los bueyes y los gansos y el resto de la familia, pertenecieran al paterfamilias” (Brundage, 2000 pp. 41-42)

“La familia no estaba integrada solamente por el grupo nuclear consanguíneamente cercano, sino que integraba a otros miembros colaterales.” (Rojas Donat, 2005 p. 52)

“En su gran variedad de formas y tamaños, la familia romana era un hogar, que entre los ricos y poderosos podía incluir centenares de personas y de cosas: hijos, sirvientes, esclavos, ganado y otras propiedades. Todo pertenecía al paterfamilias, incluyendo a su esposa y sus hijos. Jurídicamente el pater no era parte de la familia, puesto que era su propietario. Pero entre los pobres la familia de un pater modesto era considerablemente más pequeña, probablemente integrada apenas por la madre y los hijos, sin sirvientes, sin esclavos y pocas propiedades” (Rojas Donat, 2005 p. 48)

Las mujeres en Roma, lo mismo que en otros grupos descendientes de los indoeuropeos pasaban sus vidas en calidad de objetos. Sin duda, la vida de las romanas no era tan deplorable como la de las hebreas u otros grupos seminómadas; la mujer romana tenía un papel importante como educadora de los hijos y como procreadora; no obstante, no tenía poder alguno sobre estos, particularmente si se trataba de varones; pasaba su vida bajo la potestad absoluta de un varón: primero el padre, luego el marido y si ninguno de los dos estaba disponible se le asignaba un tutor; no tenía derecho alguno a poseer propiedades y, según algunos historiadores, su condición de incubadora ambulante era tal que ni siquiera tenían nombre.

Los romanos utilizaban un sistema nominal de tres nombres: el praenomen: un nombre de pila; el cognomen: el nombre de la familia y el nomen: el nombre de la gens (los antepasados). Las mujeres no poseían un nombre propio, eran llamadas únicamente con el nombre de la gens con lo cual se sabía de qué casa o familia procedían; si existían varias mujeres en la familia se les ponía un apelativo, como la mayor o la menor, o la primera, la segunda y la tercera. Una mujer que pasaba, tras un matrimonio, a formar parte de otra familia cambiaba de nombre como de dueño, de ahí viene la, no muy lejana, costumbre de cambiar el apellido de la mujer tras el matrimonio:

“En Roma, en la tardía época republicana, la pertenencia a las familias por parte de los miembros de clases altas se señalaba con un nombre de pila: el praenomen (por ejemplo, Marco o Gayo); por un nombre familiar: el cognomen, y por un tercer nombre, el de la gens, denominado nomen (por ejemplo Julio o Tulio) Este era el llamado sistema de los tres nombres, del cual por otra parte siempre fueron excluidas las mujeres, designadas normalmente con el nombre de la gens, en femenino: por ejemplo Tullia. Y si había más mujeres en la familia, como sucedía normalmente, se diferenciaban entre sí por el sobrenombre de Maior o Minor (Mayor y Menor), o bien Prima, Seconda, Tertia y así sucesivamente. O también con diminutivos” (Cantarella, 1997 pp. 65-66)

“Como ha escrito Moses Finley, los romanos, no llamando a las mujeres por su nombre, querían transmitir un mensaje: que la mujer no era y no debía ser un individuo, sino sólo una fracción pasiva y anónima de un grupo familiar. Siendo su destino el de esposa (de un marido no escogido por ella) y madre (de hijos sobre los que no tenía ningún poder, no había razón alguna para individualizarla y conocerla como singular, específico e irrepetible ser humano” (Cantarella, 1997 p. 72)


[i] Bernard Shaw (1856-1950)

[ii] Dewey, Vygotsky, Montessori, Rogers, entre otros.

[iii] El mismo argumento se encuentra en las encíclicas Rerum Novarum del Papa León XIII y Divini Redemptoris “Contra el comunismo” del Papa Pío XI. Desde luego, la familia no se menciona en el Génesis II; se trata de una interpretación, y bastante forzada, por cierto.

[iv] En el sentido en el que suele emplearse el término natural.

[v] En este mismo sentido, Alberro (2003), nos dice que el mito: “es algo extremamente importante para el lugar, región geográfica o pueblo donde funciona o ha funcionado, ya que en él son expresadas las formas de pensamiento mediante las cuales un grupo formula su auto-cognición, su auto-expresión y realización, alcanza el necesario conocimiento acerca de si mismo y su existencia, de sus propias raíces y las de su entorno, y a veces incluso adquiere indicaciones que le ayudan a encauzar su destino.” (p. 165)

[vi] Me refiero a una transformación del sentido de sí mismo: la identidad.

[vii] La palabra matriarcado implica el dominio de las madres o de las mujeres en general sobre los hombres; es una palabra tardía que procede dos raíces: del latín matr- que significa madre; y el griego arkhós que significa gobernante o jefe. (Gómez de Silva, 1998 pp. 544 Y 524).

[viii] En los segundo y tercer volúmenes de su Historia de la sexualidad: La inquietud de sí y El uso de los placeres, Foucault (1984) deja en claro que inclusive entre los antiguos griegos y particularmente entre los filósofos estoicos, que se caracterizaron por discursos en el que el dominio de sí se encontraba enormemente relacionado con la negación de los placeres, las referencias a los mismos son idénticas cuando se trata de asuntos eróticos, comer, dormir o beber; será hasta la deformación teórica cristiana que el erotismo adquiera primacía por sobre el resto de los placeres y se convierta en el meollo discursivo de los teólogos. En este mismo sentido, Deleuze y Guattari (1985), en su texto, El anti-Edipo, han sustentado que las elucubraciones freudianas en tanto al carácter de la prohibición incestuosa y las culpas derivadas de ello son, en realidad, proyecciones de un discurso que se centra en elementos eróticos cuando los textos de Sófocles y Eurípides dejan en claro que las preocupaciones de Edipo son políticas y no sexuales.  En el polo opuesto, Bataille (1997), en El erotismo, sugiere el dominio de la sexualidad como una necesidad intrínseca a todas las sociedades y como la única forma de encausar la energía individual hacia el trabajo.

[ix] La misma opinión sostiene Robert Graves (1960), en Los mitos griegos I.

[x] Actualmente, se reconocen cinco áreas en las que la agricultura se inventó independientemente, es decir, cinco regiones que por sí mismas desarrollaron dicha tecnología, a saber: Creciente fértil (Siria y Palestina), Norte de china, Sudeste asiático, México y la región andina.

[xi] Hay que tener en cuenta que esta guisa de desarrollos tecnológicos y los derivados ideológicos fruto de aquellos tomaban mucho más tiempo en aquel entonces.

[xii] Gómez de Silva (1998) atempera la palabra sugiriendo que la palabra significa grupo de sirvientes: “originalmente = ‘Personas que viven bajo un mismo techo; criados de una casa’, del latín famulus ‘criado’” (p. 295); Pimentel Álvarez (2009), refiere Familia como “esclavos, sirvientes, la servidumbre” (p. 205); y famulus como “criado, sirviente, esclavo”.

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